El Vals del Minuto

Lecturas

Cultura 19 de septiembre de 2021 Diario Sumario

Dicen que soy dramática y a veces pienso que es por la forma en la que la realidad se me (re)presenta. 

El otro día se me prendió fuego el auto. Literal. Como en Rápido y Furioso, pero con Chopin de fondo.

La noche anterior había estado tocando el piano hasta tarde, y me dormí entre la idea de las notas y una suerte de excitación vibrante. Después soñé calores y vértigos, cuerpos y jugos mezclados con sonidos. Una intensidad que no puede ser sino premonitoria. 

Expliqué que ya venía acalorada. Unos días atrás, había soñado con una estela de palabras que se desperdigaba tras el caminar de un hombre que se paseaba por la habitación. Yo estaba parada, apoyada contra la esquina, totalmente quieta, y veía las palabras ascender entre el aturdimiento y la confusión. Entonces, ese calor. 

Esta noche, lo mismo: me despertaba entre contorsiones raras, una gamba por acá y la otra atrás de la cabeza, las sábanas desparramadas, la almohada humedecida.

El sueño fue un desastre, pero la vigilia no. 

Me levanté liviana y grácil, como bailarina clásica.

La madrugada de ventana con exterior lluvioso, el piano, el rastro febril.

Me duché flashando la delicadeza de quien posa para pintor renacentista.

Aunque ya es septiembre, afuera todavía estaba oscuro y eran las siete de la mañana. Las nubes y la llovizna le daban un aspecto nocturno y melancólico a la mañana, pero yo me subí al auto como brisita de verano.

Opus 64 n° 1. La mente revisando notas. La vista trabada en el movimiento del limpiaparabrisas que barría la acumulación del agua que había chocado finita contra el vidrio.

El auto ya venía fallando, no se crean: primero la dirección hidráulica, después la caja, más tarde, la batería. El bolsillo atravesado por la desdicha de ser maestra rural en Argentina.

Cuando se iluminó el símbolo del aceite en el tablero, me fui a la banquina con la parsimonia del condenado ante la Muerte.

Abrí el capot, busqué el bidón: la reina de las rutas. Pero en el proceso del verter -como siempre, como necesario, como en la historia de la vida de la persona y de las sociedades-, una le pifia en el último tramo, vuelca afuera y desbanda.

En la medida en que las llamas empezaban a ascender, yo lloraba desesperada al costado de la ruta. Teatral.

Primero atiné a buscar el matafuegos, que estaba, pero no le salía nada. Entonces llamé a mi viejo:

- Se incendia el auto.

- El matafuegos.

- No sé cómo se usa.

Después me puse a mirar. Los acordes reposando en el cerebro. Fuego mojado, antítesis literaria para la vida real.

Pensé en el trabajo y llamé a la Directora: 

- Estaba en camino, pero no sé si llego porque etcétera.

Cómico.

Afuera estaba nadie.

Se me ocurrió reparar en el derrotero de la cartera cuando el auto estallara, y ponderé la relevancia del detalle ante la eventual relación.

De pronto, pensé en la posibilidad de escribir la historia de Jimmy, un codicioso comerciante albanés. Este, al tiempo que iba despojándose de sus artículos personales, iba resignando aspectos esenciales de su identidad. 

Al principio, no se enteró; después se sintió extraño; finalmente, un día, se percató de que su cuerpo se había transformado en una suerte de todo articulado plausible de ser diseccionado y fraccionado. 

El público, ante el furor de la extravagancia, ofreció cantidades exorbitantes por llevar un dedo o una oreja de Jimmy, quien, externo de su conciencia, no pudo más que renunciar a la propia materialidad por otros tantos millones que… ¿Por qué Jimmy?, ¿por qué albanés? Jamás lo sabremos. Ni siquiera sé dónde queda Albania.

La cartera quedó en el auto.

Cuando los dos hombres se acercaron a preguntar qué pasaba, tardé en comprender.

Afortunadamente, parecieron darse cuenta en lo inmediato.

Les alcancé el matafuegos y -una buena para el orgullo- resultó estar vacío. Entonces, descargaron una botella de litro y medio sobre el fuego, y cedió.

- ¿Ya está?

- Sí, listo.

- ¿Nada?

- No, nada.

- Gracias.

Y se fueron.

Qué garrón: otra vez salvada por varones.

Después se acercó otro que tenía conocimientos más precisos. Se fijó que no se hubiera quemado nada, tanteó el nivel y la densidad del aceite, me pidió que esperara un rato y me advirtió de la posibilidad de que el auto no arrancara. 

También se fue.

Me quedé sola, sentada en el asiento del acompañante con la cartera en brazos, mirando la llovizna que no paraba. Pensé en cuánto desearía ser fumadora de tanto en tanto, como para prender un cigarrillo y ser la mujer de la intriga en medio de cualquier situación de tensión.

Se me ocurrió que había un punto en el que las cosas tienen que incendiarse para que pueda existir una. Para aparecer ahí, de manera precipitada, cuando todos los mecanismos fallan. Entonces una descubre que la realidad no era tan cerrada y, cuando siente la llovizna en la cara entre los vapores, se siente bien. Nerviosa, pero viva. 

Ahora que el mundo sutura sobre el eje rector del éxito, para quienes no comulgamos, se vuelve difícil encontrar espacios fuera de las significaciones que derivan en fracaso y frustración.

Tuve que girar la llave y el auto arrancó. Tuve que controlar la temperatura y no levantó. Las ruedas giraban limpias y, de nuevo, sonaba el Vals del Minuto. Entonces yo -una mujer en los umbrales de los treinta, egresada de la Facultad de Filosofía y Humanidades, docente, sola y cuyo sueldo no alcanza para pagar un alquiler- volví a creer en los finales felices.

A medida que el vehículo levantaba velocidad, de nuevo, yo flotaba.

Un par de días después, mirá esas causalidades, en la escuela me preguntaron si quería concursar por unas horas de Teatro. Dije que sí, que claro, y firmé con entusiasmo.

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