El mármol de la cómoda

Edición Impresa 19 de junio de 2020 Diario Sumario

Miguel echó un rápido vistazo por la sala de su casa y se detuvo en un mueble. Avanzó unos pasos hacia él, retiró el reloj de mesa y se esforzó en alzar la pesada tapa de mármol de aquella cómoda.

-Tomen, usen esto – les dijo a los empleados que esperaban en la puerta, mientras les entregaba la tapa. Pocas horas después, un artista recibió la piedra, la limpió con prolijidad y esmero, eligió uno a uno los moldes y cinceles… y escribió sobre ella:

Aquí yace

Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano

3 de junio de 1770 – 20 de junio de 1820

 

Una presunta imagen de Manuel Belgrano persiste en los billetes de diez pesos que ya están siendo sustituidos por monedas sin rostro. Y a la pregunta de qué hizo, la mayoría responderá que creó la bandera. Los mayores recordarán mañanas frías en patios de escuelas, formando filas tomando distancia y entonando “Aurora” mientras la meritocracia señalaba a los escogidos para izar la enseña nacional. Más mármol para el prócer que en plena ebullición revolucionaria escribió: “Mucho me falta para ser un verdadero padre de la patria, me contentaría con ser un buen hijo de ella”.

En el turbulento principio del siglo 19, Manuel Belgrano fue protagonista excluyente. Octavo de los 15 hijos de un próspero comerciante genovés y una porteña con raíces en Santiago del Estero, estudió en Buenos Aires y en España. Por su desempeño fue autorizado por el papa Pío VI a leer los textos prohibidos. Y así accedió a los escritos de Jean-Jacques Rousseau, Denis Diderot, François-Marie Arouet -más conocido como Voltaire- y Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu.

Abogado, economista, periodista, político, diplomático y militar, se trata, sin lugar a dudas, del más formado entre los principales protagonistas de la Revolución de Mayo y el operador político que colocó en sus cargos a la mayoría de los miembros de la Primera Junta: entre ellos, a su primo Juan José Castelli y a Juan José Paso, con quienes compartía las ideas carlotistas. Demócrata, pero no republicano, propiciaba la instauración de un estado independiente bajo la forma de una monarquía constitucional. Primero abogó por la opción de la princesa Carlota (hermana del prisionero rey Fernando VII de España). Más tarde, intentó influir sobre el Congreso de Tucumán en favor de Juan Bautista Tupac Amaru, único miembro sobreviviente de la nobleza del otrora Imperio Inca, como posible primer monarca argentino. Aunque no logró imponer su plan -que buscaba sumar la adhesión de amplios sectores de Bolivia, Perú y Ecuador- fue, junto a José de San Martín y Bernardo de Monteagudo, uno de los principales promotores de la Declaración de la independencia de las Provincias Unidas en Sud América, en San Miguel de Tucumán, el 9 de julio de 1816.

En apenas diez incendiarios años -entre la revolución y su muerte- Belgrano fue militar por la fuerza de las circunstancias. “Es el más metódico que conozco en nuestra América, lleno de integridad y valor natural; no tendrá los conocimientos de un Moreau o Bonaparte en punto a la milicia, pero créame usted que es el mejor que tenemos en América del Sur”, escribió San Martín impulsando su promoción al frente de los ejércitos revolucionarios.

Y allá fue Belgrano, a dar combate en cuanta frontera de la revolución amenazada había. Y si bien en su haber cosechó más derrotas que triunfos, demolió a las tropas de Juan Pío Tristán en la batalla de Tucumán, la más decisiva librada en territorio argentino durante la guerra de la independencia. Cinco meses después -febrero de 1813- volvió a derrotar a Tristán en Salta.

 

El país que soñaba

Belgrano estaba convencido de que la principal tarea de la revolución debía ser favorecer la educación gratuita, un concepto de absoluta vanguardia hace 200 años. “Sin que se ilustren los habitantes de un país, o lo que es lo mismo, sin enseñanza, nada podríamos adelantar” o “La patria necesita de ciudadanos instruidos”, son algunas de sus sentencias más conocidas. Sin embargo, además propiciaba evitar los castigos corporales a los alumnos o la humillación de los “incorregibles”, por considerar contraproducentes esas prácticas ampliamente difundidas por entonces.

“Uno de los principales medios que deben aceptar a este fin, son las escuelas gratuitas, donde pudiesen los infelices, (los pobres) mandar a sus hijos sin tener que pagar cosa alguna por su instrucción: allí se les podría dictar buenas máximas e inspirarles amor al trabajo, pues un pueblo donde no reine éste, decae el comercio y toma lugar la miseria; las artes que producen abundancia que las multiplica después en recompensa, decaen; y todo, en una palabra, desaparece, cuando se abandona la industria, porque se cree no es de utilidad alguna”, escribió en 1796.

Otra iniciativa osada implicaba propiciar la educación de las mujeres: “Igualmente se deben poner escuelas gratuitas para las niñas, donde se les enseñase doctrina cristiana, a leer, escribir, coser, bordar, etc., y principalmente, inspirándoles amor al trabajo, para separarlas de la ociosidad”.

Convencido que en la pobreza radicaba la causa del atraso de las naciones, Belgrano dedicó especial atención a las relaciones de intercambio: “La ciencia del comercio no se reduce a comprar por diez y vender por veinte, sus principios son más dignos”, sostenía, al tiempo que impulsaba la importación de materias primas para industrializarlas y exportarlas una vez manufacturadas. Según el historiador Felipe Pigna, Belgrano “desconfiaba de la riqueza fácil que prometía la ganadería porque daba trabajo a muy poca gente, no desarrolla a la inventiva, desalentaba el crecimiento de la población y concentraba la riqueza en pocas manos. Su obsesión era el fomento de la agricultura y la industria”.

Casi a modo de profecía maldita, Belgrano escribió: “La importación de mercancías que impiden el consumo de las del país o que perjudican al progreso de sus manufacturas, lleva tras sí necesariamente la ruina de una nación”.

Manuel Belgrano tuvo dos hijos, ambos frutos de fugaces amores prohibidos: Pedro Pablo Rosas y Belgrano, cuyo apellido hace referencia a que fue adoptado por Juan Manuel de Rosas, y la tucumana Manuela Mónica del Corazón de Jesús Belgrano, quien apenas tenía un año cuando su padre murió.

Atravesó los convulsionados años de la revolución cargando la sífilis contraída en Europa, a la que sumó el paludismo en el Alto Perú. Cuando en febrero de 1820 regresó a la casa paterna de Buenos Aires, sufría también de cirrosis, hidropesía, problemas cardíacos y de riñones.

Por aquellos días, las tropas del santafesino Estanislao López y del entrerriano Francisco Ramírez derrotaron a las tropas porteñas en la batalla de Cepeda, también conocida como -“la batalla de los diez minutos”-; invadieron la provincia de Buenos Aires y sitiaron la capital. La paz llegó con la renuncia de José Rondeau y la disolución del Congreso.

Buenos Aires quedó sumida en el mal llamado “período de la anarquía”. El 20 de junio de 1820 -“el día de los tres gobernadores”- Manuel Belgrano murió en la casa en que había nacido. Estaba en la pobreza extrema por haber donado sus pagas como general del Ejército del Norte para la creación de escuelas.

Atendido en sus últimas horas por el médico escocés Joseph Redhead, Belgrano tomó la mano del galeno y puso un reloj dentro de ella, agradeciéndole por sus servicios. Se trataba de un reloj de bolsillo con cadena de oro y esmalte, que el rey Jorge III de Inglaterra le había obsequiado durante su actuación como diplomático de la Revolución.

 

Después de entregar la tapa de su cómoda para que sea transformada en lápida, Miguel Belgrano comenzó a caminar tras el carruaje que trasportaba los restos de su hermano. Un amigo se sumó al cortejo.

Nadie más los acompañó.

 

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