Lección de patriarcado

Opinión 10 de febrero de 2021 Diario Sumario

Bronca, llanto, impotencia, ganas de romperlo todo. La noticia del femicidio de Úrsula Bahillo a manos del policía Matías Ezequiel Martínez generó un sinfín de emociones. Muchos de esos sentimientos se expresaron en la pueblada que se realizó frente a la comisaría de Rojas la noche del crimen. En esa manifestación, Nerina, una amiga de la víctima, recibió una bala de goma y de casualidad no perdió el ojo izquierdo.

Úrsula había denunciado innumerables veces a su expareja. Les había escrito a sus amigas, les envió audios y les pidió que guardaran todas las conversaciones por si pasaba algo. Sabía que podía morir, temía que Martínez la asesinara como había prometido. “Me vi muerta”, relató en un mensaje de Whatsapp en el que contaba por qué se había decidido a realizar la primera denuncia. “Nunca creí estar denunciando a alguien por violencia de género. Quiero ser la última” twitteó el pasado 5 de febrero.

Úrsula sabía que iba a morir asesinada. A pesar de las muchas denuncias, Martínez tenía una perimetral que no respetaba y una licencia psiquiátrica en las fuerzas de seguridad para las que trabajaba. En la comisaría que intentó realizar la última declaración, le dijeron que no trabajaban los fines de semana. Les envió a sus amigas todas las pruebas de las agresiones recibidas por parte de su expareja y les pidió que los conservaran. “Si me matan, ya sabés quién fue”, le dijo a una de ellas. Además, pocas horas antes de su femicidio, puso de estado “Si un día no vuelvo, hagan mierda todo”. Pidió ayuda a gritos hasta sus últimos momentos de vida.

Las amigas de Úrsula sabían que ella iba a morir asesinada. “Tengo miedo por vos”, le confesó una de las adolescentes. La acompañaron a denunciar. Le escribían constantemente para preguntarle si estaba bien. Temían por su vida constantemente. Pidieron ayuda a gritos… hasta que solo les quedó pedir justicia por el femicidio de su amiga.

La familia de Úrsula sabía que ella iba a morir asesinada. Patricia, su madre, la acompañó a realizar denuncias varias veces. Vio a su hija ir a declarar las violaciones de Martínez a la perimetral y recibir como respuesta que la Comisaría de la Mujer no trabajaba los fines de semana. Pidió ayuda a gritos… hasta que solo le quedó pedir justicia por el femicidio de su hija.

El Estado sabía que Úrsula iba a morir asesinada. Había varias denuncias contra el agresor, había una orden de restricción que se incumplió, una adolescente de 18 años fue a denunciar la violación a la perimetral y le dijeron que no podían atenderla un fin de semana. No existió una sola institución estatal que realmente protegiera a la víctima.

El pasado lunes por la noche, Rojas dio una lección de patriarcado a todo el país. Los gritos desoídos de la víctima y sus amigas resuenan en las cabezas de todas las argentinas que sufren violencia o quieren ayudar a una conocida que atraviesa esa situación. El temor a realizar una denuncia y que no surta ningún efecto -o que sea peor porque solo se advierte al agresor de que se ha iniciado un proceso- se multiplica con cada caso como el de Úrsula. La sensación de impotencia crece al leer cada testimonio de los familiares y amigas.

Tirar abajo el patriarcado es acabar con la Justicia que no escucha a las mujeres que van a denunciar. Es crear espacios de contención real para las víctimas de violencia. Se trata de diseñar políticas de género transversales, que permitan la protección de las personas agredidas y eliminen la posibilidad de que sus agresores tomen venganza. Porque el de Rojas no es un caso aislado: en enero, hubo un femicidio cada 22 horas en Argentina. Si bien este caso fue excepcionalmente resonante, en otros también había denuncias previas.

Las amigas y la familia de Úrsula ya demostraron que el mismo “Ni una menos” que ella gritaba, se va a multiplicar. La violencia machista encuentra en las instituciones un gran cómplice. Pero también tiene una fuerte resistencia dispuesta a desterrarla por completo.

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