Alberto Granado, amigo del Che, soldado de la Revolución

Edición Impresa11 de marzo de 2011 Diario Sumario
Por Horacio López das Eiras (*) Especial para Sumario Alberto Granado, el ‘famoso’ Petizo, amigo del Che Guevara, ha partido de este mundo después de viajar a lo largo de 88 intensos años, repartidos entre Argentina, Venezuela y Cuba, exactamente los puntos en que el polvo de sus huesos será entregado al vuelo final. Allá por 1996, ’97, tuve el gusto de conocerlo, tratarlo y entrevistarlo, al poco tiempo de iniciadas una serie de entrevistas y testimonios, para lo que sería mi libro sobre los años de infancia y juventud del futuro Che Guevara. Compartí esa experiencia con Luis Altamira, quien trabajaba en su video “Un argentino del Siglo XX”. Antes, lo había sondeado a través de dos libros: 'Con el Che Guevara, de Córdoba a La Habana' y 'Con el Che por Sudamérica'. El primero, editado por Op Oloop, aparecía en su portada la fotografía emblemática de ambos amigos iniciando el cruce del río Amazonas, durante su travesía sudamericana en 1952. El otro era una publicación de una editorialcita ecuatoriana, que databa de 1986 y que era el auténtico cuaderno de ese periplo, con detalladas anotaciones de las fantásticas vivencias del dúo. Sendos libros pertenecían al puño y a la memoria de Alberto. Entonces, al conocerlo, se me entremezclaron las lecturas de dichos escritos con la leyenda viva, diminutamente corpórea, pues tenía bastante idealizado al mito de quien fuera el mejor compañero cordobés del guerrillero revolucionario. Aquellas charlas en su casa, matizadas con vino de arroz de elaboración ‘granadista’, no llegaron a la categoría de entrevista, pero tuvieron continuidad meses después cuando Alberto visitó Córdoba, como lo hacía con frecuencia, junto a su inseparable Delia. Allí prácticamente lo 'secuestramos' en Alta Gracia para que nos relatara su amistad con el Che, recibiendo un reto de su mujer, pues nos ‘aprovechábamos’ de la generosidad parlante del cónyuge. Un sabroso almuerzo acompañado de vasos tintos calmó las aguas, y hasta la misma Delia se sumó a recordar anécdotas que tenían al Che como referencia inevitable. Aquella fue una jornada intensa, los recuerdos de Alberto fluían a borbotones, los casetes de la grabación no daban abasto entre mates espumosos y aguachentos que saltaban de mano en mano. El lugar fue en un pequeño departamento -habitado por Altamira- al fondo de la casa de un carpintero ubicada sobre la bajada al arroyo de la calle Armenia, y cuya esposa, Alba, fue la feliz encargada de la recepción culinaria. Durante la entrevista, como éramos más de cuatro, podemos afirmar que hubo ‘principio de hacinamiento’, pero Alberto no le esquivó al convite y nos entregó un valioso archivo de memorias y relatos. En ese tiempo, el actual museo del Che todavía mantenía la fachada original de Villa Nidia, el chalet de la familia Guevara, y lejos estaba de ser el concurrido espacio turístico-cultural de estos días. Como tan lejos estaba Alberto de la ‘fama y celebridad’ obtenida después de que el actor Rodrigo de la Serna, hiciera su papel en Diarios de Motocicleta. Al menos en ese tiempo, el ‘Petizo’ era un ilustre casi desconocido, y su paso por Córdoba solo era para refrescar abrazos y batir mandíbula al borde de parrillas. Tomo al azar a continuación un ‘pedacito’ de la entrevista, cuando Alberto evocaba los momentos de su reencuentro con su amigo en la Cuba revolucionaria, después de ocho años sin verse, siendo aquel ya funcionario del Banco Central: - “¿Cómo estaba vestido ese día el Che? - De verde oliva, como siempre, sin ningún grado y con la melena larga. Ahí fue donde hizo un análisis rápido de mi situación. Con el nerviosismo, a Delia se le cae un arete al suelo. Rápidamente el Che se agacha, lo recoge, lo sopesa y me dice: - Plata... plata sin "p" Petizo, elegiste bien... - ¿Por qué me decís que elegí bien? - Porque yo creía que vos, como todo argentino respetable, te ibas a casar con una ‘mina’ de mucha plata, pero este arito de lata quiere decir que has elegido una muchacha humilde. Delia se quería morir, sintiéndose protagonista del momento. El ‘Pelau’ siempre te estaba examinando. Tener un arete de plata o de oro, no tiene mucha importancia, pero él enseguida lo juzgó. Si hubiera sido de oro ¡Quién sabe cuál hubiera sido el "hachazo" que me daba!...” El Alberto que tratamos y conocimos entonces, era un tipo simple. Soy risueño pero serio, solía autodefinirse. Tenía 74 años; Mirada, entre cálida y traviesa, con ojitos inquietos, como los de un conejo huidizo; bajo, chueco, difícil de comprender 'a primera habla' y con una chispa que no pudo ser adquirida sino en Córdoba. Es decir, por años acumulados se había cubanizado bastante, aunque nunca herrumbró el ancla de su Hernando natal, de Córdoba y de su Universidad reformista, o su vieja casa de la calle Roma frente al hospital Italiano. Ya farmacéutico y bioquímico, dejó su impronta en el desértico norte cordobés, San Francisco del Chañar. Aquel poblado con el sanatorio para personas con lepra recordará siempre su pequeña gigantesca presencia. Por él, el estudiante Ernesto conoció ese mundo de personas afectadas por el temido y discriminado mal, conviviendo unos días con ellos, en su paso hacia el norte argentino, en bicicleta. Alberto era tan ‘rodamundo’ como su amigo. El famoso viaje fue copyright suyo, surgido a la sombra del parral del patio de su casa. Granado, sin duda, venía con un mapa sin fronteras en su cabeza. Y, salvo refunfuños de familia, no encontró obstáculos para arrancar una tarde a bordo de su sofocada moto Norton 500cc, la célebre Poderosa II; con ella, no llegaron muy lejos, apenas hasta la mitad de Chile, pero emergió como símbolo de la singular aventura. Quien sabe si hubiese habido ‘un Che', sin ese Alberto peregrino, gitano, inconforme de ‘lo seguro’, ávido de cumplir viejos sueños literarios y de sellar pisadas alrededor de la corteza terrestre. Inquieto, curioso, investigador, con quien el ‘pre’ Che compartió caminos, tropiezos, comidas, milongas, vómitos de alta mar. De este modo, fueron conociendo inequidades entre penurias mientras pasaban de Chile a Bolivia, de Bolivia al Perú, de allí a Colombia y de Colombia a Venezuela. Fue Alberto el transfusor de ese deseo de 'alzarse', a un joven seis años menor, con un horizonte móvil y pendular igualmente activado. Tales espíritus cabalgadores en algún punto iban a confluir. Córdoba primero, rugby de por medio; ocho meses en viaje y por último, tras siete años y 363 días sin verse, la Cuba barbada y guerrillera volverá a ponerlos a la par en 1961. Los reunía Cuba, sí, pero más que Cuba, el proyecto de Fidel Castro. Bastó un… - 'Che Petizo, venite para acá a darme una mano con esta revolución. Por este tipo vale la pena jugarse'. Y Alberto, que ya había escuchado un discurso del líder cara a cara, se puso en pie de viaje nuevamente. Ahora, saltar de Caracas a Cuba. Otra vez, su ímpetu revolucionario fue superior su riesgo de aburguesamiento. ‘Tengo que irme corriendo a Cuba antes de que el bolívar (moneda venezolana) me idiotice del todo’. Y allá fue, con mujer y rebaño completo. La mano que habría de dar Alberto es la faceta menos conocida, o menos difundida, de su relación con el Che. Sin embargo, es allí donde se afianza su vínculo político más trascendente, no sólo con el comandante, sino con el ardoroso proceso que Cuba iniciaba ante los ojos absortos del mundo. A los 39 años, Granado fue destinado al lejano oriente, Santiago de Cuba, con la misión de crear la Escuela de Medicina y de darle un impulso fuerte a las investigaciones en las distintas ramas. Sin rodeos, el bioquímico se fue convirtiendo en un auténtico soldado de la incipiente Cuba Socialista que Castro comunicaba en voz alta y gestos ampulosos. En esa experiencia totalizadora volvieron a confluir los amigos del camino. Esta era la aventura más importante, la que los transformaría como hombres y dirigentes, y que les permitiría convertir en políticas públicas los ideales que alimentaron años atrás. A pesar de que la misión encomendada lo alejaba mil kilómetros de La Habana, y en consecuencia de las tertulias madrugadoras con el Che, sería la experiencia que revolucionó la existencia de ambos. Por eso, uno con la chaqueta verde oliva, otro con la chaqueta blanca, decidieron pertenecer a esa galería de hombres anhelantes por contribuir a un mundo mas justo. Cuando recuerden al Che, entonces, no se olviden del ‘Petizo’. (*)?Periodista. Autor del libro “Ernestito Guevara, antes de ser el Che”.
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