Córdoba: la trama subyacente del terror
Las huellas de las desapariciones, las torturas, la delación y el terrorismo de Estado parecen actualizarse en un presente donde la sociedad se arrima al borde del enloquecimiento sin ningún tipo de contención.
Opinión11 de agosto de 2024Joaquín Gómez Oliverio(SN; Córdoba) El jueves 8 de agosto ordenaron la detención de Fernando Albareda por el asesinato de su madre, Susana Montoya. Albareda quedó imputado por homicidio calificado por el vínculo.
Susana Montoya era una mujer de 74 años que fue hallada sin vida el 2 de agosto en el patio de su casa. Una crónica periodística publicada en Cba 24 por el periodista Amadeo Sabattini brinda un informe ordenado y detallado de la investigación que llevó a la detención del hijo de la víctima.
Una historia familiar atravesada por el trauma, la cultura de la delación, disputas por la reparación histórica y problemas de salud mental estalló la semana pasada en una escalada de violencia impropia para los tiempos que corren, pero esperable dentro del umbral de violencia construido.
A su vez, es un golpe fatal -uno de tantos- para los organismos de derechos humanos y un regocijo para la cínica derecha “nacional” que gobierna uno de los momentos más calientes de este joven siglo XXI.
Los autores literarios que escriben terror en Argentina observan la imposibilidad de representar la realidad, que desborda cualquier canon del horror. Cabe mencionar que en el pasado reciente de la Argentina hubo momentos de calma -dígase de la primavera alfonsinista- , pero en este escenario se interpretan como antesala del descenso a los sótanos del espanto, la violencia, la muerte y los cadáveres putrefactos que no le dan respiro a una sociedad que no sanó.
Una narrativa que parecía clausurarse con el juicio a las juntas, en la que los movimientos de Derechos humanos desnudaron su visión del pasado trágico, parecía apuntar hacia una narrativa de sociedad reparada que se cayó rápidamente en el último cuarto del siglo XX. Casos como el de Susana Montoya, en pleno siglo XXI, dejan muy atrás la posibilidad de aquella narrativa utópica. Todavía hay muchos esqueletos que se asoman cada tanto para arrinconarnos y nos asfixian.
Hubo intersticios en este siglo que permitieron hacer vivible está realidad, momento en el que la estabilidad institucional parecía solidificarse y la reparación se encaminaba de alguna u otra manera. Se podía inferir que el Estado no iba a ser generador de muerte, pero rápidamente los fantasmas de la realidad, lo inherentemente real y horroroso volvió.
“No pretenderás que diga cosas divertidas un hombre que ha esperado 40 años para desayunarse”, le dice Enrique Santos Discépolo a Carlos Gardel en el videoclip de Yira yira. El yo poético de Yira yira -una referencia anacrónica, pero pertinente- se entera a los 40 años de que “los hombres son una fiera” luego de haber vivido “la bella esperanza de la fraternidad”.
No cabe duda de que el crimen de la semana pasada, ejecutado por quien fuera, es otro síntoma o es producto del terrorismo de Estado. Los problemas de salud mental de las víctimas son cuestiones generacionales y consecuencias directas de la ruptura de un imaginario social.
Ante casos como estos queda claro que las reivindicaciones de los movimientos de derechos humanos resisten y sostienen a una sociedad al borde del enloquecimiento y que a más de cuarenta años parece estar desayunándose con la relativización de un genocidio que duele. La sociedad argentina se mantiene al borde de lo insostenible y los traumas de la ausencia, las huellas de las desapariciones y las cicatrices corporales reproducen el horror.
A cuatro años del paso a la inmortalidad de Diego Armando Maradona, presente, hoy y siempre.
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