Hace 38 años se consolidaba la "democracia de los de arriba"

El domingo de pascuas de 1987 la sociedad argentina protagonizó una de las mayores movilizaciones políticas de la historia contra el alzamiento militar carapintada. Para el autor de este artículo, se trató de una refundación del sistema.

Opinión20 de abril de 2025Julio BulacioJulio Bulacio
Alfonsín, Raúl + Cafiero, Antonio Semana Santa 19870414
El presidente Raúl Alfonsín y el opositor candidato a gobernador de Buenos Aires, Antonio Cafiero, en el balcón de la Plaza de Mayo el 14 de abril de 1987, anunciando el fin del levantamiento carapintada.

El día 14 de abril de 1987 el Mayor del Ejército Ernesto “Nabo” Barreiro, acusado por violaciones a los DDHH, se acuarteló en el Regimiento de Infantería 14 de Córdoba mostrando su decisión de no presentarse ante la Justicia. Al día siguiente, el Teniente Coronel Aldo Rico dejó su guarnición en Misiones y tomó -sin mayores dificultades- el Regimiento de Infantería de Campo de Mayo. 

Así arrancó lo que se conoció como el levantamiento “carapintada” de Semana Santa, en la que irrumpió -luego de menos de 4 años de democracia- el Partido Militar, recordando que la crisis de hegemonía seguía abierta. 

Por otra parte, hubo unidad de todos los partidos políticos -incluso del poder judicial, con la intervención del Juez federal Alberto Piotti- para enfrentar a los alzados, mientras un estado de movilización popular abarcó a casi todas las provincias, con epicentro en la Capital: la Plaza de Mayo desbordaba con más de 100 mil personas (algunos medios hablaron de 250 mil) e incluso se agolparon manifestantes frente a Campo de Mayo exigiendo la rendición de los sublevados. 

Mucho enfatizan de ese momento histórico la parte del discurso del presidente Raúl Alfonsín en el que decía “Felices Pascuas (…) la casa está en orden”, escondiendo la concesión a los sublevados, ya que al poco tiempo se sancionó la Ley de Obediencia debida, es decir, la impunidad para quienes habían torturado, violado, “obedeciendo órdenes”. Otros prefieren recordar -como en la película “Esto no es un golpe de Estado” de Sergio Wolf- que ese discurso concluyó con “No hay sangre en la Argentina”. Para esos autores no hubo golpe, no hubo sangre. Venció la democracia. 

En este artículo se describirá primero la posición de los partidos políticos frente al problema militar y luego la política de DDHH del gobierno de Alfonsín, que en parte explica la reacción militar. Nos detendremos a continuación en los cuatro frenéticos días que vivió la sociedad en esa semana santa de 1987 para después intentar, como si fuera una lente fotográfica que se va alejando, abarcar una mayor territorialidad que apuntale una explicación sobre el saldo político del enfrentamiento.

Colapso de la Dictadura y posición de los partidos políticos y la CGT frente al “problema Militar - desaparecidos.” 

La Dictadura militar había “colapsado” producto de su fracaso económico, la guerra de Malvinas y las secuelas del terrorismo de estado. Las FFAA no tenían margen de acción para una “salida negociada”.

Ahora bien, conviene recordar primero que las dos CGT (Azopardo y Brasil) habían convocado a un paro el 6 de diciembre de 1982 y en el pliego reivindicativo ni siquiera mencionan el tema “desaparecidos”, ni para pedir esclarecimiento, ni explicación ni nada (pese a que la mayoría de ellos eran obreros y empleados afiliados a sus respectivos gremios). 

En segundo lugar, que la Multipartidaria integrada por los Partidos Políticos Peronista, UCR, DC, MID y el PI convocaron a la movilización con una dura crítica a la situación económico social, pero apenas mencionan el tema derechos humanos: solo piden a los militares que resuelvan rápido dentro de los cuarteles “los excesos” y proponen darse una política que permita exculpar y preservar a la Institución FFAA, una vez esclarecido lo sucedido. Aclaran “que en este reclamo no hay ni una reivindicación del terrorismo ni un deseo de venganza (…) Una solución será menos traumática cuánto más rápido franca sea la respuesta”. 

En tercer lugar, que una vez lanzado el proceso electoral en 1983, los dos candidatos con expectativas de triunfo eran Italo Luder por el Partido Justicialista y Raúl Alfonsín por la UCR. Las posiciones respecto al tema “desaparecidos” fueron inequívocas. Luder sostuvo, respecto a la ley de “autoanmistía” que, aunque fuera “más bien a recibir un rechazo de la opinión pública”, “desde el punto de vista jurídico sus efectos serán irreversibles” (La Nación, 02/08/1983) y ratificó que en caso de resultar electo, no dudaría en convocar nuevamente a las fuerzas armadas para enfrentar a la “subversión” como lo había hecho en 1975, sin perjuicio de la crítica necesaria al uso de “métodos no convencionales” (en Clarín, 02/10/1983).  El candidato radical, por su parte, enunció públicamente su propuesta en la materia, conocida como los tres niveles de responsabilidad en las FFAA (12/08/ 1983) que actuaron “en la lucha antiterrorista”: los que habían tomado la decisión política de utilizar el método de lucha que se empleó y violó derechos humanos fundamentales; los que se “excedieron” en las órdenes recibidas y los que “se encontraron sometidos al cumplimiento de órdenes. Sobre estos últimos dijo “No cabe duda que los que están incluidos en esta última categoría deben ser considerados como actuando bajo la obediencia debida.” 

En ese contexto, el 25 de noviembre de 1982 solamente los organismos de DDHH habían convocado a la “Marcha por la vida”, con sus consignas de “Aparición con vida”, y “justicia” que contó con mayor adhesión que lo acostumbrada, aunque aun siendo pequeña. 

Vale aclarar que, entre las agendas de los partidos mayoritarios, la CGT, las cámaras empresariales y la Iglesia existió, por una lado, un “consenso” respecto a que efectivamente había habido una guerra contra un enemigo común, el “subversivo”, el terrorismo, que era responsable principal de la violencia. Pero, por otro lado, hubo una diferencia respecto a cómo actuar, que iba desde la impunidad lisa y llana, a diferentes grados de responsabilidad aunque siempre partiendo del concepto de “guerra justa”.  En definitiva, para estas fuerzas, la orden de “aniquilamiento” había emanado de un gobierno constitucional y “democrático” en el año 1975 y era mejor olvidar el Centro Clandestino de Detención en la escuelita Famailla y la triple A. Ni hablar de la “Masacre de Ezeiza”, estando aún en vida – como corresponsable - el propio General Perón. 

También se iba imponiendo, en ese balance histórico, una visión respecto a que el mal de los argentinos estaba vinculado a lo que se denominó autoritarismo. El gran candidato que fue Raúl Alfonsín lo sintetizó en el planteo de la disyuntiva “Democracia o autoritarismo” y esa visión – debe ser destacado - era hegemónica: repudio a los militares y valoración de la democracia “sin adjetivos.”  

Alfonsín y su política de DDHH: él no traicionó  

Alfonsín venció al peronismo por primera vez en la Historia en las elecciones de octubre de 1983 y asumió el 10 de diciembre de ese año, día internacional de los derechos humanos. 

La política de Alfonsín se sintetiza en tres pilares: 

-        reconocimiento de los tres niveles de responsabilidad.

-        una interpretación sobre la causa de la “violencia en la Argentina. Vale la pena citar al Ministro del Interior Antonio Trócoli quien afirmó que “se inició cuando recaló en las playas argentinas la irrupción de la subversión y el terrorismo alimentado desde lejanas fronteras”. Su proyecto, añadió, “basado en el terror con una profunda vocación mesiánica [...] terminó desatando una orgía de sangre y de muerte” y prosiguió que “(la sociedad) se vio conmovida y sorprendida por esta violencia [...] y reclamó su erradicación y el ejercicio de la autoridad al Estado concluyendo que  “lo menos que podía presuponer era que el propio Estado iba a adoptar metodologías del mismo signo, tan aberrantes como las que acababa de impugnar y que habían sido utilizadas por la subversión y el terrorismo”. Así quedaba asentada la teoría de los dos demonios.

-        el impulso de la votación en la cámara de diputados para que se declare (la cámara, no el poder judicial) la inocencia de la ex presidenta Isabel Perón en los crímenes represivos cometidos antes de 1976. La “absolución” fue unánime. Con ese corte temporal arbitrario la “democracia” quedaba exculpada de cualquier contacto con el “autoritarismo” y la contradicción a resolver era justamente esa: democracia versus autoritarismo.   

Con esa matriz lanzó su ofensiva política. Apenas asumió, el 22 de diciembre, con una ley derogó, por inconstitucional, la “autoanmistía” sancionada por la Dictadura y mediante el decreto 158/83 dictaminó el juzgamiento de las tres primeras juntas Militares, junto a los “jefes guerrilleros”. Paralelamente, contra la opinión de los organismos de derechos humanos, creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) que debía presentar un informe, que acercase verdad, pero que no tenía consecuencias jurídicas. 

En febrero de 1984, presentó al Congreso la reforma al Código de Justicia Militar que establecía la jurisdicción original de los juicios al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, con la apelación en tribunales civiles. 

El 20 de septiembre de 1984, Ernesto Sábato entregó a Alfonsín el informe de la CONADEP transformándose en un acto masivo en Plaza de Mayo y generando “inquietud en los cuarteles”.  La respuesta militar no se hizo esperar: el Consejo Supremo informó que “(…) el accionar militar contra la subversión terrorista son, en cuanto a contenido y forma, inobjetables”. El 4 de octubre de 1984 la Cámara Federal porteña, que actuaba como tribunal de alzada, asumió la causa de las Juntas Militares, sacándola del fuero castrense y en abril de 1985 se inició el célebre Juicio a las Juntas con la condena histórica a la dirección política de la Dictadura Militar. Con ese acto de Justicia el gobierno pretendía cerrar el tema militar. Sin embargo, en el dictamen final el punto 30 lo reabría porque afirmaba que eran punibles de juicios quienes “ocuparon los comandos de zona y subzona, durante la lucha contra la subversión, y de todos aquellos que tuvieron responsabilidad operativa en las acciones”, con lo que se iniciarían nuevos juicios. 

Más allá de la voluntad del gobierno de frenarlos, la reacción de los organismos de DDHH, ahora con cierta representatividad ética, los partidos y la propia opinión pública hizo fracasar la intención gubernamental de evitar nuevos juicios.  

Frente a eso, el gobierno retomó su orientación enviando al Congreso, en diciembre de 1986, la ley conocida como “Ley de Punto Final” (23.492) que establecía la extinción de las acciones penales a todos aquellos que no hubiesen sido citados a prestar declaración indagatoria en el plazo de 60 días corridos a partir de promulgada la ley. Sin embargo, operó como boomerang: varias Cámaras Federales levantaron la feria judicial de enero y comenzaron a recibir nuevas denuncias sobre violaciones a los derechos humanos: el total de denuncias superó largamente las peores expectativas del oficialismo.  

En ese cuadro, se produjo de manera evidente una ruptura horizontal de la cadena de mandos. Por un lado, el generalato y por otro, de coroneles para abajo que – dicho sea de paso – son quienes se encuentran a cargo de tropa, es decir controlan el poder de fuego.  

La sublevación  

En febrero de 1987 el Teniente Coronel Aldo Rico, jefe del RI 18 de San Javier (Misiones), elevó un documento en el que señalaba lo que sería el eje político del reclamo en la Semana Santa de ese año. El eje del reclamo era la impunidad.

Denunciaba la Ley de Punto final como una medida dilatoria sin “pagar el precio político de una amnistía”. Luego se refería a sus camaradas “detenidos y escarnecidos” que combatieron “y triunfaron” en una “guerra justa” y “necesaria”, gracias a la cual el actual régimen (la democracia) tenía cabida. E incluía un reclamo gremial (salarios en “el nivel de subsistencia”) y profesional (inadecuada capacidad operacional). Por otra parte, enfrentaba la estrategia seguida por el Comandante del Estado Mayor del Ejército, General Horacio Ríos Ereñú, de un camino paciente y legal para obtener el reclamo. Y señalaba que el soldado “está formado para mostrar los dientes y morder (…) y su poder descansa en que detenta el monopolio de la violencia”. Y como la batalla no era legal sino política, la solución estaba “en las exclusivas manos del Señor Presidente de la Nación”: debía declarar una amnistía, aunque destacaba que para ellos (los militares) resultara “ignominiosa”, esa era la solución práctica. 

En un punto del documento, pedía que se encontrara cauce político judicial a la posición que en definitiva ya había expresado el Ministro de Interior Antonio Trócoli en su presentación del Informe de la CoNaDeP: había sido una guerra justa la lucha contra la subversión. Exigía, a su vez, que se corten de cuajo los juicios ya. 

Mientras, eran mucho los oficiales superiores detenidos o citados a declarar. Y los sectores intermedios, se sentían perseguidos, víctimas.

A las pocas semanas, el 14 de abril, el mayor Ernesto Barreiro, acusado por su participación en el Centro Clandestino de Detención La Perla no se presentó ante la Justicia y se acuarteló en el RI 14 de Córdoba. Simultáneamente, el Teniente Coronel Aldo Rico viajó desde Misiones y tomó el RI de Campo de Mayo sin mayor resistencia.  El pliego fue: solidaridad con Barreiro y todos los convocados; fin de los juicios; destitución de Ríos Ereñú y mayor presupuesto. El eje discursivo de los sublevados fue que ellos eran el ejército que combatió a la subversión y Malvinas, estableciendo así un hilo conductor que los identificaba como defensores de la nación frente a los enemigos de la patria: los “subversivos marxistas y los ocupantes de las islas”. 

Frente al hecho, la reacción del presidente fue enérgica e inmediata: ese mismo 16 de abril habló ante la Asamblea legislativa y denunció que “buscan imponer (…) una legislación que consagre la impunidad (…)” concluyendo con “reafirmaré con hecho concretos los criterios de responsabilidad”. 

El Juez federal Alberto Piotti se hizo presente en Campo de Mayo para dejar una citación acusándolos por sedición. Al día siguiente, Rico dio un reportaje muy complaciente por radio Mitre afirmando que ellos pedían la pacificación. 

Mientras, Alfonsín ordenaba al general a cargo del II Cuerpo del Ejército en Rosario, Ernesto Alais (también denunciado ante la CoNaDeP) que recuperase el cuartel, pero…nunca llegará. A esa altura era claro para el propio gobierno que el Ejército, si bien no estaba dispuesto a atacar a la “democracia”, tampoco lo estaba para a reprimir a sus camaradas con quienes compartía el reclamo.  Es decir,  expresaban un “consenso pasivo” a la acción de los sublevados, y compartían el pliego reivindicativo. 

El 18 de abril se abrieron las negociaciones: a la mañana se reunieron, en el Edificio General Libertador, Aldo Rico con Ríos Ereñú, sin ningún viso de acuerdo. A la tarde, viajó a Campo de Mayo el Ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, comprometiéndose a una nueva ley y comunicando el retiro del General  Ríos Ereñú, uno de los reclamos de los alzados. 

El 19 con una multitud reclamando en el epicentro del poder político, la Plaza de Mayo y el presidente apareció en el balcón rodeado de todos los partidos, destacándose los representantes del peronismo: el veterano Antonio Cafiero y el joven José Luis Manzano.  Se expresó – como no había ocurrido en otras ocasiones - un apoyo a la democracia frente a cualquier retorno al “autoritarismo” pero también hubo un debate entre quienes – como la abigarrada columna radical - confiaban y cantaban “Alfonsín, Alfonsín”, o “No afloje presidente” con la única otra columna estructurada, la de las izquierdas, que intervinieron desde otro ángulo: afirmaban que ese re- empoderamiento militar “es por el punto final”.     

Mientras tanto, dentro de la Casa de Gobierno no hubo tanto debate sino un acuerdo que concluyó con la firma del “Acta de compromiso democrático” redactada por radicales y peronistas pero que fue firmada no solo por todo el espectro de los partidos políticos (salvo los de tradición trotkista) sino también por Saúl Ubaldini en representación de la CGT y por las grandes Cámaras Empresariales (SRA, UIA, ADEBA, etc.), otrora  golpistas compulsivas. 

Finalmente Horacio Jaunarena informó que Rico y su grupo solo depondrían las armas si recibían garantías en persona del Presidente de la Nación. Fue entonces cuando el Presidente salió al balcón de la Casa Rosada a informar a la multitud que iría él solo a Campo de Mayo a intimar la rendición de Rico y solicitó que lo esperaran. Alfonsín barajó la posibilidad de convocar a esa multitud a acompañarlo encolumnada a Campo de Mayo, pero desistió. 

El Presidente viajó en helicóptero acompañado por su edecán. En Campo de Mayo – como en la plaza – también se agolpaba una multitud en clara posición de enfrentamiento, incluso con algunas armas caseras. Esa era la predisposición.  

Ya en Campo de Mayo se decidió que la reunión se realizaría en el despacho del general Naldo Dasso (también denunciado ante la CoNaDeP) en la sede de Institutos Militares, y no en la Escuela de Infantería. 

El encuentro fue en buenos términos y el acuerdo “sin acta” al que habían arribado (y siempre negado por el gobierno) fue – detalla Marcelo Sain - : 

-        primero, el retiro de la cúpula del ejército; 

-        segundo, una solución política para concluir con los juicios; 

-        tercero, el cese del “ataque” a las Fuerzas Armadas y 

-        cuarto, el compromiso de establecer claramente que no había sido una sublevación y que, por lo tanto no eran golpistas (como antes le había comunicado a los alzados el juez Piotti) sino que había habido un motín por una cuestión interna y por lo tanto, serían juzgados por la justicia militar, y no habría represalias o sanciones a quienes se habían solidarizado con el “operativo dignidad”. 

 Alfonsín regresó en Helicóptero y se dirigió al balcón para hablar ante la multitud que lo esperaba. Allí improvisó su famoso discurso que comenzó con “Felices Pascuas”, llamó “héroes de Malvinas” a los sublevados y finalizó con el tan repetido “la casa está en orden…” y el olvidado – que destacan tanto Wolf en su documental como el historiador Daniel Mazzei -  “no hay sangre en la Argentina”.

Para unos fue una gran alegría y para otros, solo desencanto. El 5 de junio se votó y sancionó la Ley de Obediencia Debida (23521) que establecía la impunidad para los militares que hubiesen “cumplido órdenes”, dando por concluido los juicios. En septiembre, la UCR perdió las elecciones en la mayoría de las provincias, incluida la de Buenos Aires en donde ganaría la gobernación el ascendente Antonio Cafiero, ex ministro de Isabel Martínez de Perón.  

Hasta aquí, hemos descripto algunos aspectos de Semana Santa y sus consecuencias. Sin embargo, el proceso no fue tan cristalino y participaron otros protagonistas – con líneas estratégicas  - más “ocultos”.

Semana Santa y la guerra de las galaxias

Los militares no quedaron aislados y sin ser alternativa de poder solamente por su colapso. También, porque había cambiado la política de Estados Unidos, poder del que emanaba el rol de guardia pretoriana de occidente que tenían asignadas las FFAA. 

Históricamente las FFAA fueron organizadas por la Doctrina de la Seguridad Nacional para luchas contra el comunismo en el marco de la guerra fría: la hipótesis de conflicto era la lucha contra un enemigo interno (político, ideológico, cultural), y debía utilizar métodos no convencionales de guerra (tortura, secuestro, infiltración, etc.). La matriz “anticomunista” estaba presente desde el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca) - durante la primer presidencia de Perón-, pasando por la Constitución del 49 que  – como explica el Dr. Eugenio Zaffaroni - fue la que estableció la “previsión de los partidos antisistema y el delito de subversión (artículos 15 a 21), pasando por el Plan de Conmoción Interna del Estado ( plan CONiNTES) de Frondizí, hasta la propia Doctrina de la Seguridad Nacional que fue un proyecto del propio presidente radical Arturo Illia para ser tratado en las cámaras como advirtió Rodolfo Yanzón. 

Es decir, el Partido Militar tuvo continuidad estratégica tanto en democracias formales y dictaduras dando consistencia al aparato burocrático militar del estado para defender ese orden capitalista del “comunismo”, cuya caracterización incluyó a los movimientos antimperialistas en sus diferentes variantes identitarias.     

Ahora bien, en los años 80, aquella Doctrina militar y la política de EEUU hacia América Latina, comenzó a mutar o a adecuarse a la nueva situación.  En ese año 1980, se emitió un documento de carácter estratégico para la política exterior norteamericana, conocido con el nombre de Documento de Santa Fe (saldría luego en 1988 el Santa Fe II).

La premisa del documento era que la norma de los asuntos internacionales era la guerra y no la paz y que la Tercera Guerra Mundial había comenzado: la política de distención estaba concluida y afirmaba que “América latina es vital para EEUU, la proyección del poder global de EEUU siempre descansó en un Caribe Cooperador y en una América del Sur que nos apoye”. Comenzaba con Ronald Reagan en el gobierno (1981 – 1989), la denominada “guerra de las galaxias”.

La novedad estaba en la adecuación de la Doctrina de la Seguridad Nacional a los nuevos tiempos en donde predominarían los Conflictos de Baja Intensidad (CBI). Los mismos los define el coronel John Waghelstein, en ese momento comandante de la Séptima Fuerza Especial del ejército (Seventh Special Forces) como un “tipo de conflicto (que) involucra una 'guerra política, económica y psicológica, con los militares ubicados en un distante cuarto lugar en muchos casos”. 

Es importante destacar que en esa afirmación se dejaba de diferenciar lo militar de lo civil ya que la guerra era total y por lo tanto se desenvolvía en todas las esferas, asignándole un mayor peso a las tareas de inteligencia, la computación, la lucha de ideas, campañas psicológicas, inversión de recursos en juristas, cientistas sociales, economistas, programadores. Es decir, la incorporación del trabajo intelectual civil a la esfera militar. Para eso, se contemplaron el financiamiento a fundaciones, universidades, así como “ayudas humanitarias”, etc. La otra novedad fue que su accionar se desplegó de manera  pública, ampliando consenso político cultural y no con sus tradicionales “acciones encubiertas”, como en la etapa anterior. Y eso no implicó menos intervención,  sino todo lo contrario.    

Aquella “Doctrina Reagan” impulsó una ofensiva militar decisiva en El Salvador y Nicaragua junto a la ocupación plena de Honduras pero en América del Sur, pos Malvinas, ya no propusieron Dictaduras “autoritarias” sino que se orientaron a “estabilizar regímenes democráticos” en los que alternaran en el gobierno diferentes partidos que tuvieran una política de estado común y sean aliados estratégicos de EEUU. En el caso argentino, claramente los partidos integrados, cooptados, financiados y a veces directamente infiltrados serían centralmente la UCR y el PJ. (Solo recuperar a partir de la información pública la trayectoria de conspicuos dirigentes de esos partidos u otros con alta representatividad hoy permite hablar del éxito de esa política: son cuadros políticos de la Embajada”, no de sus fachadas partidarias).

En esa nueva función las FFAA debían salir de la exposición pública y quedar en ese “cuarto lugar”, como última instancia para, a partir del monopolio legal de la fuerza, garantizar – llegado el caso - el Orden Social, el sistema.  

Y por ese motivo, EEUU no apoyó el levantamiento militar ni impulsó un golpe en Semana Santa de 1987.   

Pero el “Partido Militar” no era solo de la Embajada estadounidense sino centralmente de las clases dominantes a quienes los partidos nacional - reformistas (UCR – Peronista) no le garantizaban una hegemonía estable para su proyecto de acumulación.  

Y  – como ya observamos - en este caso las cámaras empresarias se pronunciaron también a favor de la democracia, sumando aislamiento al posible  golpe.   

Para comprender el cambio sin ingenuidad lo primero a registrar es la transformación estructural que se produjo en Argentina con la Dictadura: el nivel de concentración alcanzado por las diferentes fracciones de las clases dominantes las unificó y fortaleció detrás de un mismo proyecto estratégico.  El gran articulador de ese proceso fue la Deuda Externa que había pasado de los 7000 millones de dólares a 45000 y cuyos grandes beneficiarios fueron  - como siempre – esos grandes conglomerados, “el nuevo poder económico”. En 1983 ningún partido (salvo la derecha explícita, la UCDE de Álvaro Alsogaray) consideraba viable un proyecto de mínima “recuperación económica y social” con esa “espada de Damocles”. 

Sin pretender un análisis sobre ese tema, es necesario remarcar que tanto los partidos políticos como la CGT reclamaron sobre esa deuda – a la que consideraban - impagable. El candidato Raúl Alfonsín se comprometió a diferenciar la deuda ilegítima de la legítima para únicamente pagar la segunda.  Sin embargo, ahí, frente al poder real que no había colapsado y al contrario se había consolidado, Alfonsín sí hizo un renuncio a su compromiso electoral y pasaría del “sueño” gelbariano de Grinspum a un plan de ajuste clásico para pagar deuda ilegítima y comenzar las privatizaciones, tal el Plan Austral de Sourrouille. 

En un punto, la “democracia” decidió juzgar a los militares para exculpar a la clase dominante.  “Probar que los masacradores y la política de la masacre no se tocaban, que los intereses del bloque burgués y los de la masacre eran antagónicos” como afirmó Horowicz. Eso explica por qué en Semana Santa esa gran burguesía apoyaba a la democracia, a su democracia: eran los nuevos dueños, limpios de culpa y cargo. 

Alfonsín refundó la nueva democracia en Semana Santa 

Alfonsín durante su campaña electoral – como se señaló – promovió los tres niveles de responsabilidad ubicándose a la “izquierda” del peronismo cuyo candidato había dado la orden de “aniquilamiento de la subversión” y proponía la amnistía” y de la CGT que se “olvidaba” del reclamo de los “desaparecidos”.  

Es decir, la “obediencia debida” fue parte del programa votado. Pero no solo eso. Es necesario recordar que cuando habló en la Legislatura en pleno alzamiento ratificó esa posición y finalmente el 19 de abril de 1987 el Acta de compromiso democrático, escrita por radicales y peronistas decía taxativamente en su punto 3: “La reconciliación de los argentinos solo será posible en el marco de la Justicia, del pleno acatamiento a la ley y del debido reconocimiento de los niveles de responsabilidad de las conductas y hechos del pasado”. 

Había una disputa dentro de los partidos mayoritarios en mostrarse como Partidos de Estado, no solo de Gobierno y en ese sentido tenían, sí, un consenso respecto a temas nodales: reinserción de las FFAA en ese cuarto lugar asignado por el Documento de Santa Fe, como reaseguro del monopolio de la violencia legal para garantizar el sistema ordenado bajo relaciones sociales capitalistas. 

También respecto a aceptar al Nuevo Poder Económico como poder real y su proyecto estratégico iniciado por Martínez de Hoz, autolimitándose  a administrar la angosta franja que les dejaban para tirar más o menos migajas hacia abajo garantizando, sin afectar al proyecto de acumulación: extractivismo, pago de deuda externa y fuga de capitales. 

¿Pero, por qué era posible esa refundación de la “democracia”?

El levantamiento de Semana Santa permitió una articulación de partidos, clases dominantes y “sentido común” que confluyeron en la consigna “democracia versus  autoritarismo”, con dosis de buen sentido en aquella multitud movilizada. Por debajo, sin que las izquierdas lograran profundizar ni articularlas con otra perspectiva diferente a esa dosis de buen sentido, se estaba refundando la nueva democracia, caracterizada correctamente como “restringida”. Esa democracia que tal vez se correspondió con el diseño del Departamento de Estado norteamericano de pura casualidad.  

Ahora bien, hubo condiciones de posibilidad para que en definitiva fuese exitoso el “triunfo” de esa democracia y del poder económico refundado por la dictadura.  

Primero, la derrota política del movimiento revolucionario, que redujo al mínimo sus posibilidades de intervenir en la nueva situación en el marco de las libertades democráticas. Segundo, la profunda crisis militar, su colapso. Tercero, la nueva doctrina militar norteamericana que asignaba otro lugar a las propias fuerzas armadas, priorizando el trabajo “abierto” en fundaciones, universidades, etc. Cuarto – siguiendo en cierta forma con el punto 3 - la creciente influencia de los sistemas trasnacionales de dominación que introdujeron sus propuestas socialdemócratas o neoconservadoras, logrando transformar a dos viejos partidos nacional reformistas como el PJ y la UCR en modernos aparatos políticos ligados a los núcleos de la gran burguesía local y con fluidos lazos internacionales, capaces de dinamizar al interior el nuevo proyecto de hegemonía. 

Ese nuevo cuadro de situación, de articulación entre partidos y clases dominantes también explica por qué los otros levantamientos “carapintadas” encabezados, uno por Aldo Rico (1/1988) y los dos por Mohamed Seineldin (12/1989 y 12/1990),  fracasaron. Querían dar un paso más en la impunidad, renegociando el lugar de las Fuerzas Armadas en ese nuevo orden.  Y eso ya estaba determinado. Habría impunidad -Menem decretó la amnistía para los Videla y cía.-  pero no espacios de poder público.  

Sin embargo la política es movimiento, no una foto.  Y efectivamente el movimiento por la “verdad y justicia” fue adquiriendo en ese proceso una musculatura social impensable en 1983. Las madres y abuelas dejaron de ser “madres de terroristas” para ser la referencia ética de un pueblo destruido moralmente.  La posición de principios y, en ese momento, la clara autonomía del Estado, los partidos y los gobiernos eran su fortaleza: sus pañuelos bendecían. Pero no era suficiente. El proyecto había vencido: aquel sujeto pueblo que había parido el Cordobazo y pensado en el poder había quedado reducido a una mayoría lábil, sin programa ni proyecto futuro y cuya única utopía parecería ser evitar el conflicto con el poder real.  

En definitiva, tal vez habría que pensar la dinámica de la democracia y el rol de los partidos políticos y del “monopolio legal de la fuerza”  en el marco de aquel  diseño de Estados Unidos y rememorar esas claras palabras del ex ministro de la Dictadura Álvaro Harguindeguy, quien propuso un diseño para los tiempos que vendrían después de ellos: “organizar una amplia franja del centro, ocupada por la UCR y el PJ, con una derecha institucionalizada y una izquierda que aceptara al sistema, que podría ser el PI (Partido Intransigente).”

Ni desencanto, ni alegría. Tampoco traición. Solo hubo un paso más en una derrota estratégica que paradójicamente en esa Semana Santa consolidó la “democracia de los de arriba”, y una política: el posibilismo.      

 Boedo, 14 de Abril 2025

 

Bibliografía consultada

  • Canelo, Paula: “La descomposición del poder militar en la Argentina. Las Fuerza Armadas durante las presidencias de Galteiri, Bignone y Alfonsín (1981 – 1987) en Pucciarelli, A : Los años de Alfonsín. Buenos Aires, Siglo XXI2006
  • Basualdo, Eduardo y otros: El Nuevo Poder Económico en la Argentina. Buenos Aires, Hispamérica, 
  • Crenzel, Emilio: Nunca mas. La investigación de la Conadep en la televisión. 2006 en  https://sedici.unlp.edu.ar/bitstream/handle/10915/31971/Documento_completo.pdf?sequence=1&isAllowed=y)
  • Horowicz, Alejandro. Las dictaduras Argentinas. Buenos Aires, Edhasa, 2016.
  • Mazzei, Daniel: “Y no hay sangre en la Argentina. El presidente  Alfonsín y la Semana Santa de 1987”. Buenos Aires, PolHis, Nº 21. Enero –junio  2018. 
  • Navarro, Marco: Argentina en el fin del siglo. Buenos Aires, Buenos Aires, Paidos, 2013-
  • Sain, Marcelo: El levantamiento carapintada 1987 – 1991. T 1 y 2.  Buenos Aires, Ceal, 1994.   
  • Selser, Gregorio: “El conflicto de Baja Intensidad”. Nueva Sociedad, Mayo – junio de 1987, Nº 89
  • Yanzón, Rodolfo: Rouge. Buenos Aires, Nuestra América, 2021.   
  • Wolf, Sergio: Esto no es un golpe. Documental. 2018
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