La isla de la muerte azul

DERECHOS HUMANOS

Edición Impresa30 de agosto de 2020 Diario Sumario

Por Alexis Oliva
Especial para Sumario

 

“Prohibido detenerse o el centinela abrirá fuego”, advertían elocuentes carteles a quienes en tiempos dictatoriales transitaban por la ruta entre Córdoba capital y La Calera, frente al comando del Tercer Cuerpo de Ejército. A la inversa y sin aviso, en la Córdoba democrática del siglo XXI no detenerse ante un control policial -por la causa que fuera- puede depararle al infractor terminar con un balazo de plomo en la espalda.

“Hoy mi vida está destrozada, pero elijo ser fuerte por vos y para vos… Hay miles de porqués que no logro entender. ¿Por qué te arrebataron la vida quienes juraron protegerte? ¿Por qué no te atendieron en la clínica en tus últimos minutos de vida? ¿Por qué maltrataron a tus amigos de la forma en que lo hicieron? ¿Por qué no nos dijeron nada a mamá y a mí cuando llegamos y te vimos envuelto en esa bolsa blanca adentro del auto? ¿Por qué esa noche había tantas preguntas y pocas respuestas? ¿Por qué intentaron ensuciar la escena? ¿Por qué intentaron manchar tu nombre con mentiras? ¿Por qué esos policías tenían armas en sus manos? ¿Por qué nos quisieron hacer creer que cambiando dos policías de la cúpula todo esto estaba resuelto? ¿Por qué se manejaron con tanta impunidad? ¿Por qué se tiene que movilizar tanta gente para que esto no se olvide ni se repita? ¿Cambiará esto en algún momento? ¿Habrá más Blacitos en la historia de Córdoba? ¿Sufrirá alguien más el dolor que estamos atravesando mi familia y yo? Espero que algún día estas preguntas sean resueltas por quienes deban responderlas, que se haga justicia, que esto no quede en un triste recuerdo. Que tu asesinato, hermanito querido, sirva para que nadie más pase lo que estamos pasando”.

Eso decía Juan Correas, al finalizar la masiva marcha en reclamo de justicia por su hermano, Valentino Blas Correas, de 17 años, muerto por un balazo policial el 6 de agosto en el centro de Córdoba. El chico iba con cuatro amigos del colegio en auto por avenida Vélez Sársfield al 4.500. Luego contarían que dos motociclistas intentaron robarles y por eso aceleraron hacia el centro y no se detuvieron en un control policial. Los policías les dispararon. El auto recibió al menos cuatro impactos de bala. Uno ingresó por la luneta trasera y dio en la espalda de la víctima. El amigo que conducía aceleró y lo llevó al sanatorio privado Aconcagua, donde se negaron a atenderlo. Camino al Hospital de Urgencias los interceptaron dos patrulleros. Blas ya estaba muerto.

En un primer momento, fueron imputados los cabos de la Policía de la Provincia de Córdoba Lucas Gómez y Javier Alarcón -acusados de homicidio calificado agravado por el uso de arma de fuego- por la muerte del joven -y también de homicidio calificado en grado de tentativa- porque los disparos realizados “a matar” pusieron en peligro las vidas de los otros cuatro chicos que acompañaban a Valentino en el auto. Días después, la agente Wanda Esquivel, fue acusada de encubrimiento agravado. Y luego la oficial ayudante Yamila Florencia Martínez y el subcomisario Sergio Alejandro González, por encubrimiento agravado y omisión de los deberes de funcionario público.

Al día siguiente del homicidio, el Ministerio de Seguridad reemplazó a los comisarios Gustavo Piva (Dirección General de Seguridad Capital), Rubén Turri (subdirector de la Zona Norte) y Gonzalo Cumplido (subdirector de la Zona Sur). Así, el costo institucional alcanzó un par de eslabones hacia arriba en la cadena funcional, pero no afectó a los de responsabilidad política. “Esperaba un gesto de humanidad de (Juan) Schiaretti”, dijo Soledad Laciar, la madre de Blas, al finalizar la marcha por su hijo. Al cierre de esta edición, el Gobernador todavía no había recibido a su familia.

A su vez, el fiscal José Mana también ordenó allanar la Clínica Aconcagua, donde no quisieron atender a Blas. Ahí se secuestró una computadora con la lista de los empleados que estaban trabajando durante la madrugada del 6. Cerca del auto en que viajaban los adolescentes se encontró un viejo revólver calibre 22, que las pericias demostraron que no funcionaba. Para la fiscalía “no hubo ningún tipo de intercambio de disparos” y al revolver lo “plantaron” los policías.

Lo mismo había sucedido en el caso de Fernando Alberto “Güeré” Pellico (18 años), baleado y muerto por la espalda el 26 de julio de 2014 cuando transitaba en moto con su primo –también herido de bala– por Los Cortaderos, en barrio los Bulevares Anexo de Córdoba capital. En el juicio en que fueron condenados a prisión perpetua el sargento primero Rubén Alfredo Leiva y el agente Lucas Gastón Chávez, se demostró que las víctimas no estaban cometiendo ningún delito ni contravención y estaban desarmadas, que cuando el móvil policial ya estaba en custodia alguien le disparó para simular un tiroteo y que momentos después del crimen Leiva había intentado conseguir en el barrio un arma de fuego, para “plantar” en la escena del crimen. Un “perrito”, como se le dice en la jerga a esa oportuna ferretería.

 

Gatillo alegre, fácil, sin ley…

En las policías argentinas, el “gatillo fácil” es una práctica con larga historia. A principios del año 1968, los adolescentes Carlos Alberto Rodríguez Fontán (16) y Luis Seijo (15) fueron ametrallados por una comisión policial de la Comisaría de Florida, cuyos integrantes luego alegaron que habían tomado a los menores por delincuentes prófugos.

Tiempo después, en el Periódico de la CGT de los Argentinos se publicó un artículo en el que el periodista Rodolfo Walsh escribía: “Así como hay apenas media docena de chistes básicos que admiten infinitas variaciones, la crónica policial bonaerense registra media docena de historias que pueden tomarse de modelo. Una de ellas es la siguiente: «En horas de la noche de ayer, una comisión de la comisaría primera de tal lugar observó a varias personas en actitud sospechosa. Al acercarse a interrogarlos, fueron recibidos por una descarga cerrada, generalizándose un tiroteo a cuyo término encontraron heridos de muerte a N. N., con antecedentes por robo, y X. X., cuya identidad se procura establecer. Junto al cadáver de uno de los malhechores se halló un revólver 38 con dos cápsulas servidas»”.

“Si admitimos que los antecedentes los pone la policía, y el revólver también –seguía el artículo-, esta historia cotidianamente admitida por todo el mundo es la misma historia de los menores Seijo y Rodríguez Fontán. Con la sola diferencia -que los matadores ignoraban en el momento de apretar el gatillo- de la edad y la condición social de las víctimas. Pero es un hecho que la comisaría de Florida inventó delincuentes a posteriori, y «encontró» un revólver. Parece que la consigna fuera tirar primero y averiguar después”. Ese artículo de Walsh se titulaba “La Secta del Gatillo Alegre”.

El 8 de mayo de 1987, el suboficial mayor Juan Ramón Balmaceda y los cabos primeros Isidro Romero y Jorge Miño de la Policía bonaerense mataron a tres jóvenes que bebían cerveza en una esquina de Ingeniero Budge, en el partido bonaerense de Lomas de Zamora. Agustín Olivera (26), Roberto Argañaraz (24) y Oscar Aredes (19) fueron las víctimas la llamada “masacre de Ingeniero Budge”. El abogado y militante León “Toto” Zimmerman, quien representó a las familias y logró -tras una condena leve apelada hasta la Corte Suprema- que los victimarios fueran condenados a once años de prisión, acuñó la expresión “gatillo fácil”, definición argentina del asesinato policial por abuso de arma de fuego.

 

La cultura de la impunidad

Especialista en violencia institucional y uno de los coordinadores del Seminario Introducción al Análisis de los Derechos Humanos de la Facultad de Derecho, Lucas Crisafulli aporta una mirada institucional, histórica y política sobre el problema de la seguridad y el abuso policial: “Siempre que un hecho que afecta a la Policía logra instalarse social y mediáticamente -en este caso, el asesinato de un joven a manos de policías-, la respuesta institucional es cambiar a González por Rodríguez. Siempre el hilo se termina cortando por lo más delgado. A veces se hacen cambios más drásticos, cuando cambian los ministros de Seguridad, y a veces más leves, cuando cambian mandos medios de la fuerza policial, como en el caso actual. Sin embargo, nunca se cuestiona qué está dispuesta a hacer la Policía para que estos casos no se repitan. Esto no tiene que ver con cambiar un comisario mayor o incluso un ministro. En realidad, lo que se requiere es un abordaje integral de la política de seguridad en Córdoba: de qué manera producimos seguridad eficiente y efectiva sin violentar derechos humanos”.

“Es válido preguntarnos qué de la cultura institucional de la Policía, de su formación en las escuelas pero también del trabajo cotidiano, termina legitimando este tipo de hechos”, plantea Crisafulli. “Aquí hay un elemento clave (y de hecho hay una policía detenida por eso) para pensar: el plantar armas. En la idea de plantar armas en los hechos de muertes por violencia institucional, claramente hay una representación del policía, cuando sale a la calle, de que puede suceder que mate ilegalmente a alguien, y por eso tiene un arma guardada como un resguardo, más allá de que termine siendo una pésima estrategia. No se trata de buenos o malos policías; se trata de elementos de la cultura institucional y el diseño institucional de la Policía que no han recibido mayores reformas desde 1983 para esta parte”, destaca.

Para la tesis de su doctorado en Semiótica, Daniela Spósito estudió el modelo y los discursos oficiales en torno a la seguridad en Córdoba, basados en el paradigma punitivo, desde el cual “la delincuencia se combate con mayor presupuesto en control represivo -más mano dura y zero tolerance policy o políticas de tolerancia cero- antes que generando un más equitativo acceso a la riqueza. Se trata de una visión del mundo que criminaliza la pobreza -la juvenil, en particular-, como lo demuestran los trabajos de (Loïc) Wacquant y (Rossana) Reguillo, y supone el achicamiento del aparato estatal, relegándolo a sus meras funciones de seguridad (entendida como control social) y punitivas”.

A pesar de que “el punitivismo, el gatillo fácil y la llamada ‘doctrina Chocobar’ (el policía que mató por la espalda a un asaltante en fuga y fue recibido y felicitado por el expresidente Mauricio Macri) son antecedentes nacionales, la de Córdoba es una de las peores policías del país”, dice a Sumario la investigadora. Y conjetura: “Además de la adhesión al modelo del Manhattan Institute y la tolerancia cero, quizás también tenga que ver con esa composición social que vota a Macri, justifica linchar gente y apoya a los ‘corralitos’ para presos que utilizaba la Policía provincial”.

 

Ser joven y (sobre)vivir en un barrio popular

El crimen de Blas Correas sucedió un mes y dos días después de otro caso de “gatillo fácil” con desenlace fatal. José Antonio Ávila, un trabajador de 35 años, murió en la madrugada del 4 de julio en barrio Villa El Libertador, baleado en el pecho por dos policías de la División Motocicletas. Los cabos primeros Lucas Gonzalo Navarro y Sebastián Juárez fueron detenidos y la fiscal Eugenia Pérez Moreno les imputó los cargos de homicidio doblemente agravado por la función y el uso de arma de fuego, además de la acusación de abandonar a la víctima y no reportar el hecho.

“No era un choro, era un hombre de trabajo. No lo auxiliaron, no informaron a sus superiores qué había pasado, no hubo persecución porque su moto estaba bien estacionada en esa casa y no tenía armas encima, dijeron Gabriela Jaime, su pareja y mamá de sus hijos, y Luis Ávila, el padre de José Antonio, quienes a pesar de su dolor se sumaron a la marcha en reclamo de justicia por Blas Correas”, relata Tito Guzmán, cronista de la radio comunitaria FM Sur de Villa El Libertador, quien también integró la Mesa de Trabajo por los Derechos Humanos de Córdoba.

Además, señala que “a Gabriela Jaime nadie del poder político de Córdoba, de los ministerios de Seguridad o Gobierno, ni de los altos mandos de la Policía, le hizo un llamado aunque sea para expresarle un pésame”. Una vez más, en la isla cordobesista de la tolerancia cero, la brutalidad policial parece tener un costo político cero, sobre todo cuando de barrios populares y víctimas humildes se trata.

Para Spósito, la tolerancia cero se materializa en el territorio en un peligroso paradigma indicial, que “observa síntomas: expresiones, gestos, pieles, modos de caminar, de hablar, cortes de pelo, miradas, sutilezas que desde un ojo sospechante naturalizan creencias basadas en conjeturas” y se traducen en discrecionalidad y excepcionalidad, que en muchos casos habilitan al policía a disparar. A su vez, esta vigilancia predelictiva presentada como prevención encubre un racialismo hacia ese otro sospechoso, “una discriminación dirigida a un sector de la población: nativos con rasgos indígenas o mestizos y también inmigrantes de países limítrofes como Bolivia, Paraguay y Perú, venidos de sus lugares de origen en busca de trabajo”.

Desde su experiencia como periodista comunitario, Guzmán resume: “Hay un riesgo permanente en lo que significa vivir en un barrio popular de Córdoba, ser joven y no tener un mínimo de confianza en la Policía cordobesa. Quienes hacemos comunicación comunitaria hemos hecho muchísimas crónicas de casos como estos, pero no debemos dejar de asombrarnos, indignarnos, cansarnos y pedirles respuestas al poder político”.

En Córdoba, nombres como Güeré Pellico, Franco Amaya, Andrés Carreras, Raúl Ledesma, Exequiel Barraza, Lautaro Torres, Martín Carrizo, Pablo Navarro, Miguel Torres… se inscriben en una historia casi naturalizada, “cotidianamente admitida por todo el mundo”, como escribía Walsh, porque un sector de la sociedad apoya el abuso policial como parte de una política de seguridad que cree eficaz, cuando en realidad multiplica la violencia y la muerte. Para ese sector que banca y vota la mano dura, tal vez el caso de Blas Correas sea un baño de conciencia. Y para toda la comunidad, un punto de inflexión para hallar las respuestas que su hermano demanda, un punto de partida para cumplir su anhelo de un futuro sin más Blas asesinados por balas policiales.

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