Sarmiento, y el carrusel de la contradicción

Domingo Faustino Sarmiento es uno de los próceres argentinos sobre quien más se ha escrito para amarlo o vituperarlo, pero nadie pudo ni puede ignorarlo. Su personalidad y su acción, vigorosa y contradictoria, impregna cada uno de sus escritos.

LOS APUNTES DEL PROFESOR15 de septiembre de 2024Julio BulacioJulio Bulacio
El-Carrusel-en-la-X-Bienal-Centroamericana

¡Sombra de Sarmiento voy a evocarte! 

Fernández Retamar 

 Algunos usos de civilización y barbarie.

“Yo estoy hace tiempo divorciado con las oligarquías, las aristocracias, 

la gente decente a cuyo número y corporación tengo el honor de pertenecer, salvo que no tengo estancia”  

Sarmiento

Introducción

Es muy conocido el primer párrafo del libro “Civilización y Barbarie”: “¡Sombra terrible del Facundo, voy a convocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desangran las entrañas de un noble pueblo! Tu posees el secreto, ¡Revélanoslo!”.  

Sarmiento es uno de los próceres argentinos sobre quien más se ha escrito para amarlo o vituperarlo, pero nadie pudo ni puede ignorarlo. Vivió prácticamente todo el largo siglo XIX, “fui engendrado por la revolución de Mayo”, nos dijo para señalar su natalicio en 1811. Murió cuando se consolidaba el Estado Nacional y el modelo de acumulación extractivo exportador. 

Su personalidad vigorosa y contradictoria impregna cada uno de sus escritos: desconoció la duda, todas y cada una de sus afirmaciones son rotundas e inequívocas. Agresivo y destructor. Juan Bautista Alberdi alguna vez le observó que la barbarie a la que tanto denostó se le impregnó en su verbo.  Sarmiento creyó en la acción de la palabra y su campo no fue la reflexión metódica, sino la polémica con que zaheriría a sus adversarios y enemigos. 

Aquí haremos algunas apostillas para aproximarnos a Sarmiento, quien junto a Alberdi y Esteban Echeverría intentaron pensar un proyecto de país capitalista diferente, alternativo al que construyó finalmente la llamada generación del ochenta.

Saber lo que somos: la joven generación argentina 

Esa generación ya no era hija del liberalismo jacobino de la revolución francesa como los “hombres de Mayo”, ya hablaba de socialismo vía el utopismo de Saint Simón, y gracias al romanticismo, era crítica de la ilustración y consideraba a las intuiciones y emociones tan valiosas para comprender como a la razón. Pero el romanticismo planteaba un tema central para esa generación: el sentimiento nacional de identidad y pertenencia. E indudablemente plantearse construir una nación, “saber quiénes somos para saber lo que queremos ser”, era un problema en estas tierras. 

Venían de un fracaso: el proyecto de la revolución de Mayo había desembocado en 30 años de guerra para finalmente convertir aquel sueño de libertad e independencia en la pesadilla del rosismo. Eran antirosistas, pero no unitarios. Juan Manuel de Rosas era para ellos un poder tiránico: efectivamente concentraba la suma del poder público, era un hacendado multimillonario que unificaba -como estado provincial- los intereses de los grandes estancieros y comerciantes a través del pleno control de la aduana. Y para ellos restauraba la matriz colonial hispanista y clerical.  

Esa “joven generación argentina” se propuso resolver el problema político, construir un estado- nación, pero incorporando el núcleo social o -como lo llamaban Echeverría- socialista. Se sentían hijos de la Revolución de Mayo, del ideario de Mariano Moreno y querían resolver el drama de aquella “revolución encadenada”, hacer la revolución total, “desquiciar” al antiguo Orden colonial: ¡somos independientes, pero no libres! repetía Echeverría. La revolución debía transformar el orden político y social pero también modificar la conciencia de los seres humanos que lo padecían. 

                                                                               

Civilización y Barbarie o Facundo 

En Facundo, Sarmiento pretendió -retomando el legado de la Asociación de Mayo- aportar a la comprensión de la realidad nacional utilizando dos conceptos que adquirirán fuerza explicativa: civilización y barbarie. 

Cuenta Fernández Retamar que el término bárbaro lo empleaban los griegos para referirse a lo extranjero, similar a como lo utilizaban los romanos. Lo que consideraban verdaderamente humano habitaba la ciudad y refería a determinado grado de desarrollo cultural y lo bárbaro era lo lejano, diferente. Recién a mediados del Siglo XVIII -en pleno ascenso de la burguesía- fue cuando el otro concepto de la diada –civilización- comenzó a ser usado como positivo, y bárbaro como negativo. Incluso adquirió – o ratificó– cierta connotación racial a medida que el capitalismo central ampliaba sus espacios de conquista y dominio sobre otros pueblos. En ese sentido civilización pasó a ser sinónimo de la expansión capitalista en toda la urbe. La burguesía, describe por ejemplo El Manifiesto Comunista, “arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras”. Sarmiento utilizó inicialmente el concepto como “progreso civilizatorio” pero su sesgo ya estaba marcado por la burguesía que emergió luego de 1830: clase dominante consolidada, conservadora, temerosa de la clase obrera y racista. Ya le quedaba poco en su ideología de aquella burguesía revolucionaria de 1789, y -mucho menos- del socialismo utópico de los exiliados. Sin embargo, ni tanto ni tan poco.

En su Facundo, Sarmiento logró con la fuerza de su escritura -equivocada historiográficamente en muchos aspectos- fundar, por un lado, una clave explicativa: el determinismo geográfico (llanura inmensa rica en recursos, un “desierto” apenas habitado por gauchos salvajes) y por otro, la conformación racial: la teoría de la inmigración blanca–civilizada -a diferencia del mestizo- como camino a la “mejora racial”, la que, considera, nos permitiría nivelarnos con Europa. A su vez esa obra retoma el otro legado romántico de la generación del ´37: Facundo y el Martín Fierro de José Hernández serán las dos obras fundantes de una literatura y el verbo nacional, identitario. 

Sin embargo, Sarmiento tendió a la simplificación, a transformar un proceso complejo y contradictorio en una explicación lineal: la ciudad es la portadora de civilización y la vida rural de la barbarie y entonces se trataría como en Europa de que la primera subsuma a la segunda. Pero la realidad histórica concreta americana era otra, no era copia del proceso europeo en el cual efectivamente la disputa urbano-rural representaba a fuerzas antagónicas: el campo, lo feudal frente a lo burgués y en donde esa disputa fue la que abrió la transición del mundo feudal al capitalista. En Argentina las fuerzas sociales no eran tan claras ni precisas, ni existía un orden feudal en el campo, ni una burguesía protoindustrial en la ciudad. 

Esa mímesis con el proceso europeo Sarmiento la ratificó al analizar la Revolución de Mayo. Para él fue excluyentemente "el movimiento de las ideas europeas" sin ver la particularidad de su propia historia, en la cual -como sí vio Echeverría- cada pueblo tiene sus condiciones, sus costumbres de donde surgen sus necesidades. Por eso, para Echeverría Mayo fue un proyecto inconcluso que intentó solucionar el lastre colonial. En cambio, para Sarmiento “…la revolución, excepto en su símbolo exterior, era sólo interesante e inteligible para las ciudades argentinas, extraña y sin prestigio para las campañas".

Miró la ruralidad, la barbarie, pero al criticar al salvajismo de Facundo, en un momento se frenó y reflexionó, intuyó algo que no desarrolló. “Un caudillo que encabeza un gran movimiento social no es más que un espejo en que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos de una nación en una época dada de su historia”. Es decir, ese caudillo bárbaro refleja también a una cultura. 

Entonces es el mismo Sarmiento quien se preguntó: ¿Acaso Quiroga no era de la campaña y Rosas “hijo de la culta Buenos Aires”? ¿y no es Rosas acaso el representante de la “barbarie”? 

Sí, Rosas es la síntesis de la barbarie, dijo, pero también observó que el método de ejercicio del poder era “científico”, sistemático, preciso, calculado, todo lo contrario a un salvaje. Y hasta su aspecto era europeo:  un estanciero blanco, rico, rubio, prolijo ¡La civilización!

¿Cómo explicarse el fenómeno? Sarmiento en su andar contradictorio logró hilvanar una respuesta: relacionó la formación económico social, cuya principal unidad productiva era la estancia pampeana y dedujo que Rosas organizó al Estado tal como lo hizo con su exitosa estancia.  Concluyó que había un método racionalmente elaborado y aprendido en la estancia que se observó en la construcción del poder del estado moderno, del centauro maquiavélico compuesto por fuerza y consenso. 

Sarmiento explicó ese cúmulo de similitudes que veía: las fiestas parroquiales eran la hierra; la cinta colorada, la marca que reconoce el ganado; degüello a cuchillo de opositores era similar al degollar reses; prisión por centenares semejante al  rodeo que dociliza al ganado; “los azotes en las calles, la mazorca, las matanzas ordenadas, son otros tantos medios de domar la ciudad.”

Y aquí Sarmiento se separó de la lectura simplista del determinismo geográfico o racial. Aquí analizó la voluntad de poder, de construcción política de una fuerza social efectiva de la que él carecía.  Escribió finalmente “Facundo no ha muerto; está vivo (…) en Rosas, su heredero, su complemento; su alma ha pasado a esto otro molde más acabado, más perfecto, y lo que en él era solo instinto, iniciación, tendencia, convirtiose en Rosas en sistema, efecto y fin.”

Entonces, ¿de verdad la Revolución de Mayo solo era inteligible para la ciudad puerto? ¿No era la ciudad quién había parido a Rosas? 

Pero Sarmiento no veía pueblo, no veía fuerzas sociales a construir, solo se veía a él como demiurgo de la transformación.

El Carrusel; en la X BIenal de Arte Latinoamericano.

Un Proyecto alternativo: “hacernos Estados Unidos”
Cuando a Sarmiento se lo despoja de su propia barbarie, se encuentran razonamientos, propuestas para una Argentina diferente. Y acertó a veces con una incoherencia práctica que resulta sorprendente: Constitución Nacional, democracia, nacionalización de la aduana de Buenos Aires, reparto de la tierra/antilatifundismo, educación pública, inmigración, comercio interior, vías de comunicación, libre navegación de los ríos, industrialización.  

El camino era claro, nacionalización de la Aduana para integrar al estado nación evitando que “el gobierno de Bs As tendrá bajo su pie a los pueblos del interior por la aduana del puerto único, como el carcelero a los presos por la puerta de la custodia”, como escribió en Argiopolis.  

A su vez propuso un desarrollo de fuerzas productivas dentro del orden capitalista “a la norteamericana”: reparto de la tierra para “destronar al estanciero que hace nacer al gaucho”. Como fue en Estados Unidos propuso la ocupación de tierras en pequeñas propiedades así se poblaría el campo en buenas condiciones de vida y por ley se prohibiría el latifundio. Así se construiría también una democracia no centralizada. Con ese sueño se ilusionó en Chivilcoy “Heme aquí, pues en Chivilcoy, La Pampa, como puede ser tratada toda ella en diez años; he aquí al gaucho argentino de ayer, con casa en que vivir, con un pedazo de tierra para hacerle producir alimentos para su familia; (…).” Y ese campesino propietario portador de una nueva cultura y consumidor, ampliaría al mercado interno aportando al desarrollo de una industria nacional. Por ese motivo apoyó a Vicente Fidel López, portador de un nacionalismo proteccionista tendiente a la industrialización. E incluso pensó en fundar un Partido Republicano, que en aquellos años de Estados Unidos era el partido industrialista.  

Advirtió respecto a las clases dominantes: “Buenos Aires, provincia de estancieros satisfechos de la seguridad de sus ganados, de extranjeros indiferentes a todo lo que no sea estrujar al país”. Denunció la alianza de clases entre la oligarquía y el capital externo. 

Y finalmente propuso siempre educación pública, común, sin diferenciaciones de clase, sexo o profesión, o región, contradiciendo a la propuesta de la oligarquía de una educación para ricos y otra de “oficios” para pobres, unos educados para mandar, otros para obedecer. Allí mostró en qué clase o sector social cifraba sus esperanzas. Sin embargo, el viejo sanjuanino no creía solamente en la expansión educativa como vertebrador de cultura: “el buen salario, la comida abundante, el bien vestir y la libertad ilimitada educan al adulto más que la escuela al niño”. Le escribía a su amigo Posse “Educación nada más que educación; pero no meando a poquitos como quisieran, sino acometiendo la empresa de un golpe y poniendo medios en proporción del mal”.

Su proyecto fracasó, solo quedó en pie esa ley 1420, de educación común y gratuita. Pero en su vejez con una lucidez sorprendente observó el fracaso de su generación, de él, pero también de Echeverría y Alberdi. Por eso quemó sus últimas balas disparando contra Julio Roca, el “fundador” del estado nacional pero centralmente de muchas fortunas personales, articulando los intereses de la oligarquía nativa con la burguesía extranjera: el modelo extractivo exportador dependiente.  

Sin embargo, Sarmiento en su intervención política real no fue coherente con ese proyecto. Tampoco en muchos de sus artículos de circunstancia. Al contrario. 

Tuvo como norte el reparto de tierras, pero denostó al gran impulsor de la misma que fue Don José Gervasio Artigas al que acusó de ser “el salvaje animal que enchalecaba hombres”

Ya en Argiopolis analizó el problema que significaba la ciudad puerto-aduana y planteó un proyecto de múltiples aduanas desde una perspectiva federal, para integrar al estado nación pero enfrentó y aprobó el asesinato del Chacho Peñaloza, un antirosista -como él- enfrentado a la ciudad puerto-aduana.

Alentó una política inmigratoria por razones económicas y culturales -no sin sesgo racista- pero cuando Urquiza impulsó la radicación de las primeras colonias agrarias, él se alineó con Mitre y atacó al “Supremo Entrerriano.”

Apoyó la industrialización, pero dio continuidad a la guerra contra Paraguay, que era el país sudamericano que más había avanzado en la modernización capitalista en América del Sur y cuya derrota tuvo como resultado exactamente el inverso que la victoria del Norte sobre el Sur en su querido EEUU. Se aniquiló su importante desarrollo industrial y se le cerró la salida al mar.    

Finalmente, en su libro póstumo Conflictos y armonías, al que definió como el Facundo de su vejez, ya no le quedó nada de aquella joven generación saintsimoniana, ni del liberalismo progresivo. Miró con temor -como su enemigo Rosas- a las barricadas obreras que cuestionaban a la propiedad en aquellas memorables jornadas de 1848. Y ya en el último cuarto del Siglo XIX abrazó a Spencer, el mentor del “darwinismo social”, de la superioridad del más apto, que explicó ganadores y perdedores al interior del estado nacional pero que, sobre todo, justificó el proceso de expansión imperialista de los países centrales sobre los del sur. A su determinismo geográfico lo profundizó con una explicación racista.  Y para sumar contradicciones fue, en ese preciso momento, cuando en un balance despiadado -que en Sarmiento nunca fue autocrítica- denunció con pelos y señales al roquismo y enfrentó al clero y las clases dominantes con la ley 1420.  Su libro giró a la derecha y su intervención política a la izquierda.

¿Cómo explicar el fenómeno? ¿Por qué los intelectuales más lúcidos de la etapa, que mejor comprendieron los problemas centrales que afrontaba la nación fueron impotentes y políticamente erráticos? Esto valdría también para Alberdi, que no casualmente también concluyó sus días solo, denunciando a la oligarquía y al capital extranjero.

La contradicción indica movimiento y el movimiento es lo que permite visualizar las fuerzas impulsoras del mismo. Pero limitar al movimiento a las personas nos llevaría a sobrevalorar las acciones individuales de los protagonistas y reducir el problema al carácter, la habilidad -que, aunque es importante no explica el todo- del personaje y puede impedir ver los problemas estructurales que explican el fenómeno sin desmerecer la “personalidad” del actor social. 

   

Sarmiento: así paga el diablo...           

Tal vez pensar algunos problemas estructurales permitiría pensar el drama de ayer pero también de hoy.  

Primero, aquí las clases dominantes de hacendados y comerciantes se adueñaron de la tierra gracias al control del aparato del Estado. Esa ocupación del espacio con latifundios pobló al país de vacas en lugar de campesinos. Segundo, la inagotable fertilidad de la llanura pampeana los ligó rápidamente al mercado internacional, despreocupándose de estructurar un mercado interno. Finalmente, como su ganancia dependía del precio que pagaran en el mundo, tuvieron una lógica más cercana al financista o al comerciante que al productor. Como dijera Sarmiento, “Toda la respetabilidad la debe a la procreación espontanea de los toros alzados de su estancia.”

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Pero a esa lógica de una burguesía con poca vocación de estructurar un mercado nacional se sumaban los lastres culturales de la Colonia. Pico Vazeilles señala en su libro El fracaso Argentino que la particularidad del antiguo Virreinato del Río de la Plata consistió en ser una sociedad de castas pero sin indios explotados bajo el sistema de encomiendas como en Perú o Bolivia, ni esclavos trabajando en plantaciones como en Brasil o Cuba. Cuando se estructura la estancia -colonial que ya producirá para el mercado- la burguesía naciente mantendrá culturalmente la tradición de casta, sin perder un ápice de ser emprendedores burgueses en busca de mejorar su ganancia o rentabilidad.  De ahí tal vez la tendencia a autoadjudicarse blasones: “El Ilustre restaurador de las leyes” o el “Supremo Entrerriano”, por citar casos  salientes. 

Ambas situaciones explican un tercer punto: la inexistencia de partidos políticos para la creación de una República. Esteban Echeverría había advertido sobre la inexistencia de partidos como un cuerpo con doctrina, programa, mecanismos formales de deliberación y toma de decisiones. Observaba que existían facciones, caudillismo, intereses personales pero no partidos. En sus palabras “políticamente hablando, partido es el que representa alguna idea o interés social; una facción, personas nada más”. Y serán intereses personales y negocios lo que se imponga como práctica política.  

En Argentina -como señala Chiaramonte- no existían partidos orgánicos, con principios. No se disputaban por representar una división de clases o fracciones; todos representan a la única clase social con cierta cohesión: la burguesía, ya sea hacendados o comerciantes. Y el funcionamiento de esos “partidos” -que ocupaban los espacios de gobierno del estado-, se conformaba por un grupo de figuras, lideradas por un caudillo, con punteros parroquiales que tenían alguna capacidad de movilizar votantes o grupos de choque, y los miembros del aparato estatal, gobernadores, ministros, comandantes militares, jueces de paz. Esa era el carácter de la participación ciudadana. La financiación de la actividad se hacía con la fortuna de los miembros de la alta burguesía y  el burdo saqueo de las arcas del estado. Desde ahí se arbitraba el fraude que daba la victoria a uno o a otro.

Se podría pensar que Sarmiento se propuso intervenir e incidir políticamente ofreciéndole un proyecto democrático burgués (reforma agraria, mercado interno y república democrática) a una clase burguesa que estaba totalmente desinteresada en eso. Pero frente a esa realidad, Sarmiento con su soberbia desmedida, su egocentrismo de hombre “hecho a sí mismo” se propuso hacerlo “maniobrando” entre la burguesía con la profunda convicción de que lo mejor que le podía pasar al mundo y al país era que él estuviese en un cargo con poder, a cualquier costo. Pensaba que él “sentado en el sillón” podría hacer y transformar.  Eso lo llevó a un tipo de intervención política zigzagueante, participando del juego faccioso, víctima de un oportunismo táctico permanente que inevitablemente lo fue dejando en manos de la clase dominante, incluso creyendo hacer lo contrario. 

Esa “voluntad de poder” -o desesperación por ser parte-  lo acercó al mitrismo y marchó junto a la oligarquía porteña hasta llegar a mutar en algún momento aquel lema de “civilización y barbarie” en civilización o barbarie. No transición, sino destrucción del otro. 

Y, sin embargo, ese hombre que anduvo codo a codo con la oligarquía porteña, que llegó a participar de aplastar al gauchaje que estorbaba al proyecto civilizador de la burguesía y de la Bolsa de Londres, al ver el país que estructuraba Julio Argentino Roca, concluyó diciendo, “Porque no siempre se puede por los hechos saber de qué lado está la barbarie”.

Pero el límite de Sarmiento no es de él, sino el de la clase a la que quiso servir. Quiso ser un intelectual orgánico de una burguesía industrialista y manchesteriana que solo existió en su imaginación. Aquí existía una burguesía rentística, especulativa, despótica con capacidad para aprovechar -¡en nombre del liberalismo!- al estado en beneficio propio. 

Sin una clase burguesa con proyecto de autonomía nacional y por lo tanto con capacidad de hegemonía social, sin partidos políticos para representar esa voluntad nacional-popular propia de esa clase en ascenso, limitado a luchas facciosas, entregada a aprovechar lo que le daba la tierra, las vacas y los inversores extranjeros: negocios, solo negocios. 

Dio una batalla justa: democracia, nacionalización de la aduana, reforma agraria, mercado interno y educación pública, común y gratuita. Pero aceptó la correlación de fuerzas existentes y no se propuso en construir una voluntad nacional-popular alternativa, como soñaba Echeverría. 

Sarmiento, “el padre del aula” fue autodidacta, el supuesto portador de la ideología oligárquica y antipopular propuso distribuir la tierra para que la habiten campesinos y no estancieros y vacas. Fue el único presidente argentino de toda nuestra historia que nació y murió pobre. Promovió la educación pública y común mientras insultaba y denigraba a gauchos e indios, quienes eran beneficiarios objetivos de aquella propuesta. El extranjerizante Sarmiento, que veía en procesos coloniales expansión de civilización, fue -junto con Hernández y su inmortal Martín Fierro- uno de los creadores del verbo nacional. El continuador de la oligárquica guerra contra Paraguay impulsada por el mitrismo, fue a morir… a Paraguay el 11 de marzo de 1888. 

Sarmiento -como Alberdi- murió pobre denunciando a la “oligarquía con olor a bosta” a la que tanto había intentado servir y doblegar. Preguntarse por su fracaso puede tal vez explicarnos algo.

Si uno mira la Argentina de hoy luego de la derrota que produjo la Dictadura Militar, la “democracia de la derrota”, puede observar que las diferentes fracciones de las clases dominantes se unificaron, mientras los trabajadores - ocupados o no - se fragmentaron y debilitaron. A su vez lógicamente los Partidos políticos, antes programáticos se fueron deshilachando hasta mutar en organizaciones facciosas  que articulan negocios de la única clase cohesionada.

Hoy Sarmiento debe “revolcarse en su tumba” al ver que quienes están en contra de la educación pública, quienes elogian la concentración de riquezas y consideran socialista cobrarle impuestos a los ricos, lo pretenden integrar a su panteón.

 Así paga el diablo (la burguesía) podría decir Don Faustino.  Y nosotros agregaríamos “a quien bien le sirve”

 

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