La memoria de aquellos que no dejan de esperar

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LECTURAS29 de septiembre de 2024 Ana Zandomeni
dieguito gutiérrez

En el silencio agobiante de la Bahía El Biguá, en el Dique Los Molinos, se desvaneció la inocencia de Diego Armando Gutiérrez. Un día que prometía ser de risas y juegos en familia se convirtió en el prólogo de una tragedia que ha marcado a Alta Gracia desde aquel 17 de agosto de 1998. Cuando Diego, apenas un niño de 6 años, desapareció sin dejar rastro, la comunidad se vio enfrentada en una búsqueda desesperada que, incluso hoy, continúa sin respuestas claras.

El pequeño Diego Armando Gutiérrez, conocido entre su familia y amigos como “Dieguito”, había cumplido seis años tres días antes. Su cumpleaños, celebrado con una torta casera y regalos envueltos en papeles coloridos, había sido una fiesta sencilla, familiar, con sus amiguitos del barrio; llena de toda la inocencia y amor que unos días más tarde se desvanecerían en paseo familiar. La promesa de un día en el dique parecía el regalo perfecto para un niño de apenas seis años que lo único que quería era una tarde con sus hermanos, entre ellos, la novia de mi tía.

El reloj avanzaba lento en la Bahía El Biguá. A las 11 de la mañana, los Gutiérrez se encontraban ya instalados, disfrutando del paisaje y de la compañía mutua, un asado en familia, aunque los platos y cubiertos quedaron ahí, sin moverse, sin que nadie los toque, inmóviles. Poco antes del almuerzo, la alegría se tornó en desesperación. Los padres de Dieguito notaron que el niño había desaparecido. La búsqueda comenzó de inmediato, pero la tranquilidad de ese día feriado, soleado y despejado se transformó en una lluvia de angustia y tristeza que parece nunca parar para su familia.

Durante las semanas siguientes, la desesperación de la familia se convirtió en un mantra de esperanza y dolor. Las imágenes de un niño de ojos grandes y sonrisa contagiosa se difundieron por toda la ciudad. Cada cara que pasaba frente a ellos era una posible pista; cada conversación, una oportunidad para el consuelo. La noticia se esparció como una mancha de aceite, y el caso se convirtió en una herida abierta en el corazón de Alta Gracia.

El tiempo pasaba sin dar tregua. Sus padres, hermanos, tíos, amigos y familias conocidas no solo enfrentaron la desesperación de no encontrar a Diego, sino también la dura realidad de que, a pesar de los esfuerzos de la policía, su rastro rápidamente se desvaneciera. La búsqueda se extendió por días y semanas, con rastrillajes exhaustivos y una movilización que involucró a fuerzas locales e internacionales, incluyendo a la Interpol y al FBI, pero nada de esto tuvo éxito, todo fue en vano.

La familia no se rindió. Su lucha continuó a lo largo de los años, impulsada por la fe inquebrantable de que algún día podrían encontrar a Dieguito. Las teorías y especulaciones eran muchas. Una pareja que fue vista en el campamento y que se marchó repentinamente nunca fue oficialmente interrogada. El misterio se tejió con hilos de incertidumbre y dolor.

Hoy, 26 años después, puedo entender el dolor en los ojos de Yanina Gutierrez, una de las hermanas mayores de Dieguito, la novia de mi tía y a la vez la mujer que nos ayudó tanto tiempo en mi casa. “Es un caso que nos va a doler toda la vida, pero la esperanza de que Diegui vuelva nunca desaparece de nuestras posibilidades”, me remontan a ese día sin ni siquiera haber estado viva en esos momentos. Las sombras del caso de Dieguito siguen proyectándose sobre Alta Gracia, un lugar donde el sol brilla y la vida continúa, pero donde la ausencia de un niño se entrelaza en la memoria colectiva.

Así, la historia de Diego Armando Gutiérrez sigue siendo un testimonio de amor y pérdida, un recordatorio de que, a pesar de los años y la distancia, el espíritu de un niño desaparecido puede mantenerse vivo en la memoria de aquellos que no dejan de buscar, de recordar y por sobre todo, en la memoria de aquellos que no dejan de esperar.

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